El cuento es un género literario breve, pero proverbial; con la amenidad de la narración se mezcla la didáctica de los valores.
Manuel Lozano usó con frecuencia este género; tomó sus bases en muchas ocasiones de las costumbres del lugar, de los acontecimientos de la sierra de Tíscar, de las narraciones populares.
Hoy ofrezco uno de esos cuentos. Pero diciendo ya desde el principio que muchos de ellos merecieron premio en distintos concursos.
En alguna ocasión (“Ñoño”) escribe para niños; y también la Asociación de amigos de Lolo ha recogido en un volumen (“Cuentos en la sostenido”) algunos de los más divulgados aún en vida del autor.
Hoy ofrecemos éste (Dos destinos) que publicó en Signo, el 14 de octubre de 1951.
Dos destinos
Cuento 1
Signo, nº 600, 14 octubre 1951
La hierba seca se aplastaba y crujía bajo los pies de Luís Artalejos. Movió la cabeza como si tratara de sacudirse de una pesadilla, y por primera vez cayó en la cuenta de que la tarde se consumía en un vivísimo incendio. Sobre la estampa llameante de la lejanía, las siluetas alineadas de los pinos le sugirieron la figura borrascosa de un ejército en pie de guerra, y el ruido, en resonancia, de la torrentera del río le recordó el violento crepitar de una máquina bélica.
Pensó que el alma se le había desnudado ante el espejo del paisaje, que en el fondo de su superficie reflejaba la lucha fragorosa que libraban en la intimidad sus sentimientos dispersos. Y, sin embargo, aquella manifestación no era sino la revelación de un estado larvado de rebeldía, que estaba enredando en el camino de susilusiones las zarzas hirientes de las contrariedades. Bien es verdad que, hasta entonces, la vida le había prodigado sus dones sin tasa, y que tan sólo ahora conocía lo que le parecía una tremenda adversidad; una adversidad harto llevadera y que a él, criado en un ambiente de caprichos siempre satisfechos, se le presentaba como un cúmulo insoslayable de desventuras.
Luís Artalejos había nacido en el blando regazo de una noble familia levantina. En su ciudad natal, poblada y no exenta de bellas tonalidades, había transcurrido la infancia, con el meteórico paso que suponen unos años no señalados por los hitos del dolor; todo era blando en el tesoro de los recuerdos. Pasaron los años, y Luís empezó a dar muestra de una inteligencia extraordinaria. Sentía una disposición muy natural por la ciencia médica, a la vez que unos deseos siempre insatisfechos por aprender cosas ignoradas. Sus padres, favorablemente impresionados, le mandaron a Madrid a cursar estudios, que el muchacho realizó con notable aprovechamiento.
Luís, sin llevar una vida enteramente reprobable, empezó a sentir complacencia en el vértigo de la ciudad; le atraía, de una manera especial, la abigarrada variedad de sus facetas, en las que latía el brillo de lo sorprendente. Pensaba a veces, con tristeza, en la amarga melancolía de unas inacabables tardes provincianas, y, en lo posible, demoraba la vuelta a su ciudad; olvidaba, en el regalo de la nueva vida, que precisamente aquellas tardes provincianas le habían deparado esas emociones primeras que todos guardamos en nuestra sensibilidad, como un ejemplo de lo más puro y fugaz que guarda lo existente: los pasos de la inocencia.
Un año, al concluir el curso con la brillantez en él acostumbrada, le contó un amigo las excelencias que atesoraba la región galaica; le habló del encanto de sus rías, de la frondosidad de sus valles jugosos, de la ternura infinita de sus cantares... Luís escribió a casa esbozando sus deseos: la familia de su amigo le invitaba a pasar con ellos la temporada veraniega. Los padres, complacientes, otorgaron su permiso, y Luís pasó los días estivales fuera del hogar.
Otro año fueron unos viajes de estudio por el extranjero los que espolearon su ansia de alcanzar lo desconocido. Luís tenía en el alma un anhelo avizorante de triunfos profesionales, y, en la retina, la acuciante palpitación de un paisaje no vislumbrado.
Terminaba su carrera cuando la convocatoria de un concurso, en el que figuraban varias vacantes de la capital, vino a darle un magnifico pretexto para no regresar a su pueblo; necesitaba una de aquellas plazas para realizar prácticas al lado de profesores eminentes. Pero la fortuna, a veces, deja de ser sumisa en el momento en que más trascendente puede sernos su ayuda; tal vez fuera una vacilación en uno de los ejercicios; quizás una recomendación para otro de los candidatos; seguramente fue el dedo de Dios, que le indicaba la recta elegida para su futuro sendero; lo cierto fue que Luís Artalejos se encontraba hoy caminando por un bosque limítrofe a aquel insignificante pueblecillo serrano del que hacia un mes había sido designado médico titular, y en el que aún había de permanecer un mínimo de dos años.
Las formas del bosque se adensaban, y apresuró el paso hacia el camino que, transponiendo el río, conducía al pueblo. Sobre él, insensible, resbalaban el crepúsculo y el aroma refrescante de los pinos; sólo percibía, bien distinto, el ruido desbordante del río, que era, en definitiva, lo único que podía interesarle de cuanto le rodeaba. Anduvo unos pasos más y emergió la cinta cristalina de la corriente, sin ningún puente para vadearla; había equivocado su camino. Ahora sí que tendría que desplegar sus sentidos ante la llamada apremiante del instinto. Quedóse pensativo, y entonces a sus oídos llegó, clara, distinta, la leve melodía de una flauta que venía de un poco más arriba del torrente. Subió un poco y distinguió la figura de un pastorcillo que distraía los largos ratos de espera en la guarda del ganado; debía andar muy atento a su tarea, pues no notó la presencia del médico, el cual, cuando estuvo a una prudente distancia, le dijo en alta voz:
— Muchacho, dime, ¿hacia dónde cae la pasarela del río?
El pastorcillo se detuvo como sorprendido; pero pronto dibujó en su cara una sonrisa expresiva de que aquella persona le era familiar.
— Muy retirado, señor; el agua rodea por este lado del bosque, y la pasarela cae hacia el otro extremo.
— Entonces, ¿tendré que volver sobre mis pasos?
— Como Ud. lo desee; en este trecho la cuenca está demasiado pendiente y el agua se precipita peligrosamente; pero, hay allí arriba un remanso que conozco muy bien y que, si usted quiere, podría yo ayudarle a cruzar sin riesgo alguno. Luego tomaremos unos atajos que nos pondrían muy cerquita del pueblo.
— Pero, ¿y tu ganado?- argumentó Luís.
— No se preocupe; de aquí no se moverá. Es su sitio de costumbre. Emprendieron la marcha; el zagal, caminando delante, se movía con una ligereza extremadamente sorprendente; sus pies resbalaban sobre las rocas con la acrobática habilidad de un gamo en las entrañas de la serranía. En cambio Luís diría que todo el musgo de la ribera estaba acechando el paso de sus duros borceguíes; cuando un salto se hacía sensiblemente más difícil, el pastorcillo alargaba hacia atrás su cayado, al que el médico se aferraba para salvar el obstáculo. De esta manera llegaron y cruzaron el río; en el nuevo sendero, bastante menos accidentado, se emparejaron y surgió la conversación.
El muchacho, moreno, curtido, aparentando como unos catorce años, gozaba de un decir llano y simpáticamente comunicativo. A Luís le cautivó aquella cara juguetona, en la que bullían los labios saltarines; y, sin embargo, notaba en el zagal una cosa extraña; una mueca, un algo indescifrable que no acertaba a explicarse, y que a él le parecía, desentonaba en la luminosa estampa del muchacho.
Tras la gibosa crestería del horizonte se extinguió el último fulgor de la tarde, y los rayos primeros del plenilunio bañaron de plata los senderos. Luís dijo:
— Hoy, por culpa mía, retirarás muy tarde tu ganado. No debiste...
— ¡Oh!, no; se equivoca usted; los animales y yo dormimos todas las noches junto al río; allí abundan los pastos, el agua y no falta blando suelo donde pasar la noche.
Aquel rústico zagal empezaba a serle sumamente atractivo; adivinaba en su vivir aldeano una contraposición diametral al regalo de sus años mozos. A instancias suyas, el pequeño empezó a deshojar la flor menuda de sus pocos años; una flor que tenía toda la lozana exuberancia de las campiñas y la pródiga vida de lo entrañablemente silvestre.
— Tengo catorce años y no he vivido en más lugar que éste de mi nacimiento. No conocí a mi madre, y sólo a mi padre hasta la edad de siete años. Cuando él murió, entré a guardar ganado con unos pastores que, por mi trabajo, me daban el pan de cada día y un rincón donde dormir. He cambiado muchas veces de dueño, y en todos ellos encontré siempre algo para comer. Uno de ellos, ya anciano, no teniendo para pagarme, me regaló esta flauta que despertó en mí el amor a la música y que, desde aquel instante, viene siendo mi única compañía. Sólo una vez he estado enfermo, y a mi cabaña llegaron tantos pastores a visitarme que no supe lo que era necesidad; unos traían una escudilla de leche, otros un requesón, los menos un trozo de pan cuscurrante, y todos tanto cariño que, desde entonces, no acierto a despegarme de ellos. Cada uno me entrega al atardecer sus cabras y corderos, que llevo a pacer junto al río, y durante el día entre todos me alimentan.
Calló un momento. Estaban ya ante los chorros murmurantes de la Puente, y la luna llena extendía su manto fúlgido sobre las casucas humildes del pueblo. Sólo se alzaba, como una flecha en busca de las estrellas, la airosa silueta del campanario rectoral. Luís comparaba mentalmente sus pasos con los de aquel pobre huérfano; pensaba en su insaciable sed viajera, en su rebeldía contra la fortuna, en sus triunfos profesionales, en aquel haz de su existencia, en tan palpable contraste con la alegre resignación del muchacho. Al fin se sentaron en el quicial de la fuente, y el médico preguntó, vivamente interesado.
— Y ¿no te cansa esta vida? Tú dices que te gusta la música; eres listo, y, con profesores, podrías llegar a tener algo mejor que este oficio de guardar ganado.
— No, no. Soy muy feliz en la vida que llevo; no creo se pueda encontrar algo comparable. Amo el campo y duermo cara a las estrellas; necesitaba cariño y todos me quieren. Tengo cuanto necesito, y hasta el regalo constante de la música que me alegra día y noche. ¿Qué haría yo, señor, fuera de la ronda que formamos todos los pastores?
— ¿No te cansas de ver siempre los mismos horizontes, los mismos bosques y cerros, las mismas callejas? ¿Por qué no dejas que tus ojos se llenen con la luz de la ciudad?
— Porque estas tierras tienen algo de mis entrañas, y porque... yo, señor, -se detuvo- yo... ¡soy ciego!
Alzó la cabeza y el beso de la luna hizo radiantes los ojos de aquella cara juguetona; los ojos vírgenes de lejanías, muertos a la vida, en los que relampagueaba la serena claridad de la paz interior.
A Luís Artalejos le vino a la mente aquella idea que Pemán cita de Salvaneschi: «Dos destinos contradictorios: uno de luz, otro de sombras. He aquí un destino -el suyo- luminoso, que subía a la cumbre con cinco banderas desplegadas al viento. He aquí un destino de sombras, el del zagal que subía a su calvario con cinco cruces al hombro». Tremendo contraste: banderas y cruces distanciadas por el egoísmo de los humanos, y que la voluntad salvífica de Dios había creado para que, caminando unidas, coronaran con amor el duro sendero de la vida.
Miró hacia el pueblo, y sus ojos quedaron prendidos en la cruz fulgurante que remataba el campanario de la iglesia. Entonces le pareció que, como un hito, como un símbolo, aunaba la luz que había en su vida con el dolor lacerante de aquellas humildes gentes.
— ¿Quieres venir mañana a mi casa?, susurro al pastorcillo.
Y, por primera vez, cayó en la cuenta de que son bellas las noches en la sierra.[1] Publicado también en Revista “Linares”, nº 16, octubre 1952; también se incluye en la selección de cuentos, editada por ‘Amigos de Manuel Lozano Garrido’, en Madrid 2000: “Cuentos en ‘la sostenido’”