Dichoso el que camina en la voluntad del Señor.
Aunque los nobles se sienten a murmurar de mí,
tu siervo medita tus leyes; tus preceptos son mi delicia,
Te expliqué mi camino, y me escuchaste:
enséñame tus leyes;
instrúyeme en el camino de tus decretos,
Apártame del camino falso,
y dame la gracia de tu voluntad;
escogí el camino verdadero,
deseé tus mandamientos.
Salmo 118, 23-24. 26-27. 29-30
Me siento inclinado a orar al Señor y decirle como Saúl “Habla, que tu siervo escucha”. Que no sea mi voluntad, sino la del Señor la que me guíe en este mar lleno de ruidos y vaivenes. Esperar que el Señor llame desde la orilla, para indicarme dónde lanzar las redes.
Dice San Gregorio Magno: “La verdadera obediencia ni discute la intención de lo mandado, ni lo juzga, pues el que decide obedecer con perfección, renuncia a emitir juicios” (S. Gregorio Magno, In primum Regum 2,4,11). Sin duda la obediencia perfecta nunca es ciega, ya que se nutre de la Gracia de Dios, que nos abre los oídos para oír y los ojos para ver.
Inmensamente bienaventurado es aquel que percibe en silencio el susurro divino y repite con frecuencia aquello de Samuel: “Habla Señor, que tu siervo escucha” (San Bernardo, Sermones de diversis 23,7). Como dice San Bernardo, quien escucha el susurro divino, es inmensamente bienaventurado. Sólo los limpios de corazón verán a Dios.
Criticar ensucia nuestros corazones y llena nuestra mente de ruido innecesario. Ya nos dijo Cristo que el primer mandamiento es “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas.”(Mc 12,30). Si nuestra mente está llena de odios, rencores y envidias. ¿Cómo podremos escuchar el susurro divino. Si nuestro corazón está sucio con la falta de caridad ¿Cómo escucharemos la voz que nos indica el camino?
“Habla Señor, que tu siervo escucha”