Toda misión -por muy noble que sea- no se encuentra exenta de vicios que llegan a distorsionar su verdadera naturaleza, trayendo consigo el riesgo de herir a los demás, especialmente, a los más débiles. De ahí que sea muy importante estar al pendiente del rumbo que van tomando las cosas. La promoción y, por supuesto, el acompañamiento vocacional, son dos aspectos muy importantes en la vida de la Iglesia, sin embargo, como tienen que ver con el futuro de las personas, conviene cuidarlos con mucha atención y dedicación. No se puede improvisar o, en su caso, etiquetar al joven que se acerca en busca de orientación por el hecho de que sea rico o pobre, preparado o ignorante, platicador o callado, alto o gordo, con pareja o sin ella, etcétera. Es necesario recibirlo, escucharlo, acompañarlo, orientarlo y, sobre todo, hacerle ver que Dios lo ha llamado para que sea plenamente feliz, sin que esa felicidad se confunda con el egoísmo del “yo” cerrado y excluyente. Los que hemos recibido algún tipo de acompañamiento, sabemos que no es fácil encontrar a la persona más adecuada para que nos ayude, sin embargo, una vez que la encontramos, es un hecho que nos aclara muchas cosas que -hasta entonces- nos provocaban cierto malestar o temor.
En la promoción vocacional, hay básicamente tres vicios que la destruyen desde dentro. El primero, consiste en obsesionarse con la “producción” de sacerdotes, atribuyendo dicha vocación a todo el que se acerque por el simple hecho de haberse acercado, pues esto resulta chocante, aleja e incluso asusta a los jóvenes, ya que aunque hay que dar a conocer la vocación de los sacerdotes, no se trata de que todos terminen en el ministerio sacerdotal, sino que descubran -a partir de sus alegrías profundas- el camino que les toca. El segundo, tiene que ver con el hecho de que el promotor pase por alto el perfil del joven, ignorando su origen, inquietudes, temores, habilidades y talentos. El tercero y -por cierto- uno de los más graves, se da cuando existe presión para acelerar la decisión vocacional. Se deben promover creativamente todas las vocaciones que existen en la Iglesia, subrayando que no hay un camino que sea más digno (cf. Vita Consecrata, 31) o valioso que el otro. Varían las rutas, pero el destino es el mismo.
Cuando se inicia el acompañamiento, hay que darle un lugar central al equilibrio, pues a menudo el acompañante se va a los extremos. Ya sea que idolatre al joven o que -por el contrario- menosprecie los rasgos propios de la juventud. Cuando esto sucede, se acaba la empatía y comienzan los problemas. Quien acompaña debe limitarse a orientar, ya que no le toca elegir a nombre del acompañado. Todo debe darse en un marco de claridad, sinceridad y libertad. Ya sea que opte por el matrimonio, el sacerdocio, la vida religiosa o permanecer soltero.
Muchas veces, se piensa que el acompañamiento vocacional se refiere -única y exclusivamente- a la posible elección de la vida religiosa, sin embargo, ¡esto es un error!, pues el objetivo principal es que la persona conozca todas las opciones y, desde las características particulares de cada una, elija y crezca. Al tratarse de alguien que quiere optar por la vida religiosa pero que ve necesario tener más tiempo para meditarlo, no hay que desanimarlo en sus estudios universitarios. Es preferible que los concluya y, con el título en mano, ingrese. La experiencia universitaria no entorpece el proceso, pues ofrece un espacio para discernir a partir de las experiencias que se van acumulando a lo largo y ancho de la carrera, incluido el paso por el enamoramiento.
Hacerse los cercanos para engañar o embaucar es una falta muy seria. Esto pasa con aquellos promotores que abusan de la ignorancia de una comunidad determinada para “pescar” futuros sacerdotes que -en realidad- deciden entrar al seminario por motivos económicos. El acompañamiento -lejos de ser un sinónimo de manipulación o abuso de poder- tiene que centrarse en el discernimiento y -en los casos que así lo requieran- involucrar un arduo proceso de evangelización sobre los puntos fundamentales de la fe.