¿Qué hubiera pasado, entonces, si el Señor hubiese resucitado sin las cicatrices? ¿O es que no podía haber resucitado su carne sin que quedaran en ella rastros de las heridas? Lo podía; pero, si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas en nuestro corazón. Al tocarle, lo reconoció. Le parecía poco verlo con los ojos; quería creer con los dedos. «Vean —le dijo —: mete aquí tus dedos; no suprimí toda huella, sino que dejé algo te lleve a la fe; mira también mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente». Mas tan pronto como le manifestó aquello sobre lo que aún le quedaba duda, exclamó: ¡Señor mío y Dios mío!. Tocaba su carne, proclamaba su divinidad. ¿Qué tocó? El cuerpo de Cristo. ¿Acaso el cuerpo de Cristo era la divinidad de Cristo? La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él no podía tocar ni siquiera al alma, pero podía advertir su presencia, puesto que el cuerpo antes muerto, ahora se movía vivo. Aquella Palabra, en cambio, ni se cambia ni se toca, ni decrece ni crece, puesto que en el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Esto proclamó Tomás: tocaba la carne e invocaba la Palabra, porque la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. (San Agustín, Sermón 145 A)
Vivimos en un tiempo en que sólo creemos lo que vemos, sentimos y hacemos. A veces, sólo damos crédito a lo que sentimos, sin crítica alguna a la emotivización de la realidad. El apóstol Tomás quiso una prueba física de la resurrección de Cristo y Cristo se la ofreció. Le recrimina que anteponga lo que ve y toca, al Camino, Verdad y Vida. En el texto que comparto, San Agustín indica claramente la razón que lleva a Cristo a presentar su cuerpo con las señales de las torturas recibidas “... si no hubiese conservado las cicatrices en su cuerpo, no hubiera sanado las heridas en nuestro corazón.”. Si hubiera aparecido con un cuerpo sin marcas, más de una persona hubiera dudado y hubiera pensado en que fue suplantado de una u otra forma. De hecho, algunas corrientes pseudo-cristianas siguen objetando que Cristo no resucitó y que fue sustituido antes de subir a la cruz. Pero, no nos desviemos. Este no es el verdadero problema de la sociedad actual. Nuestra sociedad ignora y rechaza la fe en Cristo porque no es materialmente útil para sus intereses.
Santo Tomás sí fue capaz de darse cuenta de su error. Al tocar la herida vio más allá de su vista y del tacto. Convencido, proclamó: “Señor mío y Dios mío”. San Agustín indica: “La divinidad de Cristo era la Palabra; la humanidad, el alma y la carne. Él [Santo Tomás] no podía tocar ni siquiera al alma, pero podía advertir su presencia”. La divinidad de Cristo trasciende la prueba física, ya que requiere una profunda conversión interior. Si somos conscientes que Cristo es Dios, habremos dado el primer paso para trascender más allá de las limitaciones de lo cotidiano y socio-culturalmente aceptado.
Una vez pasada la Semana Santa, vamos andando hacia la solemnidad de la Ascensión. Todavía celebramos la presencia física de Cristo resucitado y el testimonio que los apóstoles nos han transmitido. El tiempo litúrgico nos llama a alegrarnos porque Cristo ha resucitado. También nos llama a prepararnos para su desaparición física y la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés. El pasado domingo, leímos que el Señor sopló sobre los Apóstoles y les prometió el Espíritu Santo. El próximo domingo, en la primera lectura, los Apóstoles van a indicar “Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado a los que le obedecen”. La resurrección no es el final de nada, sino el inicio de todo. Un inicio que debe ser completado en cada uno de nosotros. Un inicio en el que el Espíritu Santo juega un papel de gran importancia.
A veces nos preguntamos la razón por la que la Iglesia del siglo XXI le cuesta tanto dar testimonio. Hay muchas razones para ello, pero quizás estas razones son causa de olvidar que el Espíritu Santo, el Paráclito, debe estar presente en nuestra vida cristiana. Sin duda, el Espíritu Santo fluyó en Santo Tomás para que fuese capaz de ver más allá de un milagro inexplicable. Sin duda, el Espíritu Santo debe ayudarnos para que nosotros también seamos capaces de arrodillarnos y humildemente decir: “Señor mío y Dios mío”. Arrodillados, juntos y humildemente, aceptamos la hermandad que el Divino Paráclito nos ofrece.