La Semana Santa es llamada así porque conmemoramos la semana de la pasión y muerte del Señor. Que quiso hacerse hombre y vivir y morir por nuestra salvación. Lo cristianos formamos el cuerpo de Cristo, cuya cabeza es Él.
Y lo que intentaré en este artículo es recordaros la obligación que tenemos los fieles de hacer crecer ese cuerpo que es la Iglesia, en el sentido de llevar a la fe en Dios a quienes no tienen fe, no la practican –los creyentes no practicantes- o la tuvieron pero la han perdido por alguna circunstancia. No podemos olvidar que nuestra fe es fruto de la perseverancia en ella de innumerables antepasados nuestros que nos la han transmitido. Hemos de continuar esa trasmisión....
Todos tenemos capacidad de evangelización, lo que es de testimonio, pero ello requiere alguna experiencia de interioridad del sujeto que soy, lo cual no es espiritualismo, o piedad innecesaria, sino tener condición del testigo, que lo es, no de un ideal, sino de una persona. Si vemos, hemos de comunicar lo visto. Pero sin ver, no tenemos nada que comunicar, pues no somos testigos de lo visto.
Ello requiere así mismo la posesión por conquista y avasallamiento de nuestra interioridad por Aquel que es el sujeto de toda vida y de toda revelación y transmisión de ella. Pues no basta conocer la Palabra, el Verbo de Dios, sin haber sido alcanzados y contagiados por ella con suficiente fuerza de espíritu para transmitirla con generosidad.
Así como la “Palabra salió del eterno silencio del diálogo sin fin del amor, en la vida de la Trinidad de Dios, para hacerse accesible y comunicable al hombre” –en frase de Bruno Forte- para expresar la Encarnación del Verbo, haciéndose hombre en Jesucristo, nuestra palabra para la conversión del prójimo, ha de salir también del diálogo del silencio del amor interior a Dios. Sólo lo que sale de muy adentro del corazón puede llegar al corazón del otro.
Recordemos que el nuevo Santo Padre Francisco dijo en su primer Ángelus del domingo que “Antes se cansa el hombre de pedir perdón, que Dios de perdonar”.
Sigue siendo verdad lo que afirmó San Pablo de que sólo el amor de Dios nos puede “urgir” a la evangelización. Quien desea o añora o desea poseer a Dios, ver, mirar a Dios, necesita también esa misma urgencia. Dijo Sto. Tomás de Aquino, expresando su convencimiento profundo: “Yo creo que la tarea principal de mi vida es la de expresar a Dios en cada una de mis palabras y sentimientos”.
Esta experiencia de la participación del hombre en lo definitivo como fruto de la Encarnación, aparece reflejada de muchas maneras en los escritos apostólicos del Nuevo Testamento, que reflejan la experiencia de quienes se habían encontrado con Cristo en su ministerio terreno y creyeron en Él, y de quienes se encontraron con Él, a través de la vida de la Iglesia y de la predicación de los apóstoles...
Basten dos breves testimonios contundentes y claves en la historia de la Iglesia, de la necesidad de haber encontrado a Cristo para poder hablar de Él.
El primero es el inicio de la primera carta de Juan. “Lo que existía desde el principio, lo que “hemos oído”, lo que “hemos visto” con nuestros ojos, lo que “contemplamos” y “tocaron” nuestras manos acerca de la Palabra de vida, pues la Vida se manifestó”, y nosotros la “hemos visto” y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que “se nos manifestó”, lo que “hemos visto y oído, os lo anunciamos” (1 Jn 1, 1-3) Utiliza siete verbos y lo repite siete veces, antes de decir que es eso lo que anuncia.
El inicio del apostolado de Pablo es bien semejante. Él mismo nos lo relata. “Un tal Ananías, hombre piadoso según la Ley, bien acreditado por todos los judíos que había allí, vino a verme, y presentándose ante mí, me dijo: “Saul, hermano, recobra la vista”. Y, en aquel momento, le pude ver. Él me dijo: “El Dios de nuestros padres te ha destinado para que conozcas su voluntad, veas al justo y escuches la voz de sus labios, pues le has de ser testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído”..(Hch 22,1215).
Por tanto es importante, pero insuficiente que hablemos de lo que otros nos han dicho, sin habernos esforzado en ver y escuchar al Señor nosotros mismos.
Ello supone no descuidar nuestra vida interior y nuestra relación con el Señor.