"Él se apartó de ellos, alejándose como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo: ¡Padre, si quieres, aparta de mí ese cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya."  (Lc 22, 41-42)

Empieza la Semana Santa con la lectura íntegra del relato de la Pasión del Señor según nos la cuenta el evangelista Lucas. Hay mucho que meditar, hay mucho que aprender, hay un caudal inagotable de espiritualidad en aquellos breves días en los que se decidió la suerte de la Humanidad, cuando el Redentor nos ganó la salvación pagando por nosotros en la Cruz. Pero de todas esas cosas, quizá hay una que siempre nos es cercana: la actitud de Cristo ante el drama que se la avecinaba. Consciente como era de lo que le esperaba: la tortura y la muerte, junto con el abandono de sus discípulos y hasta la “kénosis”, la sensación de alejamiento del propio Dios, el Señor tuvo miedo y angustia. El sudor de sangre de su frente era una manifestación somática del terror que atenazaba su espíritu. Y es en ese momento cuando es capaz de pronunciar la frase de aceptación de la voluntad divina.

El Cristo que huyó cuando querían hacerle rey se dejó coronar de espinas, el que se escapaba de la multitud que le vitoreaba no dio la espalda cuando le buscaban para matarle. Ese es el ejemplo que nos ha dejado: aceptar la voluntad de Dios sea cual sea, tanto en lo bueno como en lo malo, en lo fácil como en lo difícil. Y, además, lo que es aún más difícil, aceptar que esa voluntad de Dios es amor para nosotros, aunque no nos lo parezca, aunque no entendamos por qué ocurren las cosas o por qué no son escuchadas nuestras súplicas para que pase de nosotros el cáliz que Dios nos está pidiendo que bebamos. Claro que para hacer eso es imprescindible la fuerza de Dios, sin la cual aceptar la cruz con alegría es imposible.

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