No se trata sólo de una mujer con buenas intenciones. Esta es la historia de una mujer decidida a ayudar a los demás, cueste lo que cueste, sin ahorrarse esfuerzo alguno, comprometiéndose -y comprometiendo a todo su entorno- en una cada vez mayor intimidad con Dios. Dentro de su estado de mujer casada y enamorada, de madre concienzuda de siete hijos. La beata Rafaela Ybarra (beatificada por Juan Pablo II en 1984). “El jardín de los tilos”, de José Luis Olaizola (Mr ediciones) es, en definitiva, y para no andarnos con componendas ni por las ramas, la historia de un alma. Se nos cuenta de sus inquietudes de amor, de esas injusticias sociales que le revolvían el estómago y el corazón.
¿Novela histórica? Vale, bien. Pero Olaizola -el mejor premio Planeta que yo haya leído, y lo fue en 1983- se las sabe todas, y mediante la trama de santidad de la vida de Rafaela, va metiendo al lector en Dios. Como si nada. Como si todo. Porque las historias de amor a lo divino están llenas de una humanidad muy especial, de continuos gestos y detalles que a uno le impactan, aunque lo disimule. Ya lo creo que le impactan. En este libro el estilo -experimentado, sencillo por trabajado, transparente y rabiosamente cautivador- en realidad es el amor. Y no es que me quiera poner estupendo, o de un trascendental ilusorio. Es que es la verdad.
Y vamos siguiendo los pasos de Rafaela, su preocupación por todas esas chicas, incluso niñas, destinadas a la perdición, a la depravación. Y cómo las va recogiendo y dando cobijo, luchando por ellas -una a una-, por su honor e integridad. Pero sobre todo bregando por la salvación de sus almas. Rafaela Ybarra (18431900), esa mujer tan guapa y tan femenina, que fascinaba con su elegante porte y su permanente sonrisa, fue desprendiéndose más y más de sí misma. Eso es el amor: un don, un continuo darse. Hacer el bien. Y esta prosa “olaizolana” transmite a las mil maravillas el trajín de esta vida santa. Sin hagiografías ni clericales manierismos. Nada de eso. Con naturalidad y frescura literarias. Y esto es de agradecer.
Ante nuestros ojos la vida de Rafaela -y ya no digamos la de su marido José Vilallonga, el verdadero santo de la historia- va tomando cuerpo. Y alma. Se va perfeccionando en un carisma particular. Paso a paso va abriendo pisos para jóvenes y niñas desamparadas, sin desmayo; y les procura medios de formación espiritual y humana. Promotora de instituciones varias en pro de la mujer, en aquel feo Bilbao de la segunda mitad del XIX. Hasta que todo dio lugar en la fundación -¡ella, una laica, que se resistía a fundar nada!- de la Congregación de los Santos Ángeles Custodios, que está por todo el mundo, al lado de las mujeres más indefensas. Con obras, al tajo, cada día, sin demagogia, por amor.
La verdad es que una cosa es la literatura y otra muy distinta el prodigio y el misterio y el encanto y el camino de un alma, en este caso la de una mujer: Rafaela Ybarra. Yo recomiendo este libro a todo el mundo. No es algo pío, escrito por un señor muy pío para gente pía. Para nada. Esto es para todos aquellos que, sin prejuicios, se atrevan a leer la vida de una luchadora, de una defensora de la mujer y de la justicia social. Todo un ejemplo. Imposible permanecer indiferente. ¡Y qué magnífica historia de amor!