No hay una Iglesia de los pobres y otra de los ricos, sino una sola comunidad eclesial. De ahí que San Pablo subrayara la importancia de ser “todo para todos” (1 Corintios 9, 22). El sentido de pertenencia -en base al bautismo- nunca podrá estar condicionado o determinado por un status socioeconómico. Que la pastoral sea metodológicamente distinta según el contexto del que se trate es normal, pues varían las inquietudes de los destinatarios. Aunque un joven de un contexto rural tenga muchas cosas en común con uno que vive en la ciudad, es un hecho que se verán envueltos en diferentes dudas y necesidades, pues el ambiente influye en la historia y en el proceso de cada persona. Por lo tanto, es natural que existan diferentes vías de abordar el tema de la evangelización, tomando en cuenta la realidad de cada lugar. El problema se da cuando se etiqueta a los creyentes, juzgándolos a través de criterios económicos y a menudo resentidos. La pobreza no es un sinónimo de falta de honradez, como tampoco lo es la riqueza, ya que el bien y el mal existen en ambas partes. De ahí que sea importante abstenerse de juzgar la moral de las personas por las apariencias. Lamentablemente, se ha mal interpretado la opción por los pobres, dando a entender que no hay lugar en la Iglesia para las personas que –entre otras cosas- se encuentran involucradas con el sector político o empresarial. No se trata de provocar una lucha de clases sociales, sino de construir puentes de solidaridad para que los que más tienen apoyen la educación y, por ende, el desarrollo integral de los que se encuentran inmersos en la pobreza, sin que esto signifique que la Iglesia vea con malos ojos a todos aquellos que con mucho esfuerzo han logrado progresar y construir un buen patrimonio.
Por otro lado, no hay que perder de vista que el drama de la pobreza es tan complejo que no solo se refiere a cuestiones materiales, sino a la falta de sentido en el que se mueven muchas personas de diferentes estratos sociales, lo que se refleja en un alto índice de suicidios. Esto demuestra la necesidad de que la Iglesia –a través de su estructura- se haga presente en todas partes. Tanto en las periferias, como en los grandes fraccionamientos residenciales. No faltan los que afirman que los colegios católicos deberían cerrar en las grandes metrópolis e irse a las periferias, sin embargo, el planteamiento tendría que girar en una dirección más realista y constructiva: permanecer en el contexto urbano y, valiéndose de sus ingresos, sostener nuevas instituciones educativas en las zonas de exclusión. Lo anterior, daría lugar a una economía solidaria, verdaderamente identificada con la opción por los pobres, sin abandonar a los educandos urbanos. Que los colegios con mayor alumnado, sostengan a los que se encuentran pasando por momentos difíciles. Cerrar una escuela –so pretexto de ser una institución de los mal llamados “niños bien”- no resuelve el problema de la pobreza, pues ¿cómo mantener las redes educativas que se tienen en las periferias, renunciando al sustento económico que aportan los colegios católicos de las ciudades? Resulta ilógico y contrario a los intereses del verdadero desarrollo social de los pueblos.
Si llega un joven rico a la pastoral juvenil, ¿habría que cerrarle las puertas y acusarlo de poderoso recalcitrante? Por supuesto que no, sin embargo, cuando se sustituye el evangelio por la sociología de porte marxista, ¡se llega al exceso de excluir a quienes viven en un entorno más completo desde el punto de vista material! La Iglesia es una y, por ende, en ella caben todos. Tanto los pobres, como los ricos. Cristo no veía monedas en los bolsillos, sino personas de carne y hueso.