El frío se le mete hasta los huesos. Lleva tres días sin comer. Ya no es porque no encuentre nada entre las basuras, es porque no se puede ni mover. Sabe que esta enfermo, sabe que esta en las últimas, sabe que algún órgano vital ya no le funciona... Se siente morir. Una rata se le sube encima. Le mira impasible mientras mueve sus asquerosos bigotes y roe algo entre sus dientes. No tiene fuerzas ni para espantarla. Finalmente, el roedor se baja para continuar su viaje de supervivencia, ajeno a los moribundos ojos humanos que lo siguen por el sucio callejón.
El vagabundo yace inerte entre cartones y deshilachadas mantas, cubierto de mugre y necesidad, esperando el final. No siempre ha sido así. No siempre ha sido un sin techo, un vagabundo, un desheredado.
No siempre.
Ahora, en sus últimos momentos en el mundo de los vivos, recuerda cuando fue un hombre de éxito, un triunfador, un hombre rico. Fue un niño feliz, nacido en una familia humilde pero estable. Recuerda como sí fuera ayer, aquellos primeros e inocentes días llenos de calor y color, llenos de amor y juegos. Recuerda esas tardes al abrazo de su madre donde leían la Biblia o rezaban el Rosario. Recuerda aquellas mañanas llenas de fútbol donde corría la banda buscando poner un buen centro para el cabeceo de algún compañero, jaleado por los ánimos de su padre. Pero recuerda cuando todo se vino abajo, cuando una noche vio a su padre salir por la puerta de casa con una maleta para no volver más, mientras su madre lloraba hundida, agarrada a su Rosario. Aquel feliz niño se partió por dentro para siempre. A partir de ese momento, no volvería a escuchar los sermones de su madre, sus bonitas palabras sobre Dios, el amor y la bondad. A partir de ese momento no volvería a confiar en los hombres. A partir de ese momento viviría para él, para ganar, para realizarse sin importarle los demás… para su satisfacción personal. Creció con la convicción de que la idea de Dios era una huida de la realidad, un refugio donde su madre se consolaba de su desgracia y de su pobreza, a la que se vio abocada al ser abandonada. Creció con la convicción de que la maldad anida en el fondo de todo hombre y la única esperanza de supervivencia era ser más fuerte que los demás. Así fue cosechando triunfos en los estudios, pagados a base de esfuerzos y sacrificios y posteriormente, en los trabajos, que pronto se convirtieron en negocios. Lejos de convertirse en una víctima de su historia, se convirtió en un depredador de la vida. Un ser frío e implacable que todo lo hacía y buscaba con la única motivación de engrosar su bolsillo o satisfacer todos sus deseos.
Lo consiguió.
Llego a ser un hombre de éxito, envidiado y admirado por todo el mundo. Pero él estaba vacío por dentro. No, de esto no se dio cuenta hasta mucho más adelante. No se dio cuenta de que su corazón estaba seco, de que su alma era dura como una piedra, de que su piel era fría y ningún amor pasajero era capaz de hacerle entrar en calor. Por las noches, cuando se acostaba en la cama, envuelto en ansiedades y ambiciones, se reprochaba así mismo cualquier queja interior y se convencía de que esta forma de ser y actuar era lo máximo que podría sacar a la vida y debía seguir luchando por conservar lo que tenía y aumentarlo. Así el miedo, la ansiedad y la angustia se fueron adueñando de su interior. En su fuero interno, la voz de aquel niño que fue, gritaba y luchaba por hacerse oír, luchaba por emerger a la superficie. Pero él la ahogaba una y otra vez, convenciendo de qué era simple huída e inmadurez. Si daba lugar a la compasión, a la bondad, al altruismo, pondría en peligro todo.
No estaba dispuesto.
Su última conquista amorosa le abandono, con el mismo estúpido argumento que todas. Era un ser egoísta y manipulador que no sabía amar a una mujer, sólo la quería para sus satisfacción. Se sentía usada y violentada como un objeto. Pero a él nada le hacia reaccionar. Las personas pasaban por su vida como sí fueran piezas del puzzle vital que tenía construido y debían ocupar su lugar y cumplir con su cometido. Una vez terminada su función, eran desechadas sin compasión y sin mirar atrás. En el fondo, despreciaba a las mujeres por su fragilidad y sentimentalismo y a los hombres los veía como simples competidores a los que vencer. Su padre y su madre estaban presentes en todo momento, en lo más profundo de su interior. Pero él ponía toda su atención y energías en conseguir dinero, lo único en lo que se podía confiar. Todo lo demás era pérdida de tiempo y tonterías. Era cómo un depredador, como un devorador de personas mientras le servían para algo. En el fondo de su ser, reconocía una excesiva frialdad ante la vida, pero se excusaba pensando que era suficientemente correcto, dadas las circunstancias de su historia personal.
Era la mejor persona que podía llegar a ser.
Hasta qué un día se despertó en la calle. No sabía cómo había llegado hasta allí. Cómo, poco a poco lo había ido perdiendo todo, cómo los negocios empezaron a dar pérdidas sin poder poner remedio. Simplemente las cosas no salían. Ponía en marcha toda su sabiduría, sus capacidades y sus artimañas, pero se topaba una y otra vez como con una pared y todo se venía abajo. Perdió confianza en sí mismo, perdió crédito y amigos, perdió poder de atracción y seducción.
Perdió, perdió, perdió.
El fracaso llamó a su puerta, se introdujo y fue incapaz de frenarlo. Se convirtió en una persona miedosa e indecisa. No se reconocía a sí mismo. Se quedó sólo, arruinado y olvidado. Sin darse cuenta se había convertido en un vagabundo, en un paria, en un parásito social, cuya única relación con los demás se limitaba a las que mantenía en los comedores sociales, en las parroquias que mitigaban algo su hambre y en los transeúntes piadosos que le tiraban unas monedas, mientras se tapaban la nariz para no oler su peste.
Eso era lo más le dolía.
El desprecio y el miedo que veía en los ojos de los demás. Lo curioso de todo es que de una forma misteriosa había ido creciendo en el una sensación nueva, una sensación de extraña libertad, una sensación de misterioso descanso. No sabe en que momento dejo de luchar, se dejó ir. Convencido de que era imposible frenar la caída, fue como liberándose de tensiones y ansiedades, como entrando en un descanso vital. No podía comprender nada, ni entenderse a sí mismo. Hasta que un día, frente a un escaparate de una librería, leyó el título de un libro y se le quedo como grabado a fuego en la mente: Francisco de Asís, un hombre libre. En la portada figuraba la cruz de San Damián y el vagabundo la reconoció, recordando la cruz que su madre tenía colgada encima de su cama y recordando la vida de aquel santo del que tantas veces su madre le había hablado. A él le había parecido siempre el ejemplo de un hombre huido de la vida, un hombre escapado de sus responsabilidades e incapacitado para lucha diaria, refugiado en unas consolaciones religiosas inventadas e ingenuas. Sin embargo, le hizo recordar a su madre, muerta hace ya mucho tiempo, sin que el fuera capaz de perdonar su fragilidad y sumisión ante su desgraciada vida. Le hizo recordar a ese Dios que ella le había transmitido, de misericordia y bondades idílicas, propio más bien, de mentes débiles que de personalidades equilibradas. Y le recordó finalmente, aquel versículo que su madre le leía como resumen de la felicidad y que el reconocía, más bien, como un consuelo para débiles y pusilánimes: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis”
Y entonces comprendió.
La libertad que según iba fracasando, iba creciendo en él, era esa libertad de los pobres de espíritu, que nada tienen y nada poseen. La libertad de los pobres que viven en manos de Dios, durmiendo en los brazos del Señor, libres de la esclavitud del dinero y de las pasiones. Comprendía que su fracaso profesional y vital le había liberado de la esclavitud de su egoísmo. A partir de ese momento comenzó a ver a los demás como personas y no como cosas. Aprendió a valorar cualquier gesto de cariño o comprensión. Cualquier sonrisa o atención. Comprendió que toda su vida había girado entorno a sí mismo y que su fracaso… le había salvado.
Y comprendió.
Reconoció detrás de todo éste viaje al abismo, la mano bondadosa de Dios, el rescate de su alma. Dios se había visto obligado a permitir su miseria y soledad para salvar su alma. Y comprendió que debía perdonar. Perdonar a su padre por abandonarle y a su madre por abandonarse. Y perdonarse a sí mismo por no perdonar. A partir de ese momento comenzó a dar gracias a Dios por cada una de las desdichas que le fueron sucediendo, recordando aquel otro personaje de la Biblia, cuya historia su madre le leía con pasión: Job y su famoso " el Señor me lo dió, el Señor me lo quitó". A partir de ese momento, su vida no cambió, incluso fue a peor, pero su alma fue dejándose llenar por el amor de Dios. Su corazón se fue ensanchando y su alma fue llenándose del calor del espíritu. Ahora se encontraba en las últimas. Reconocía que estaba apunto de iniciar su último viaje, su último peregrinar, esta vez hacia la tierra prometida, hacia el perdón definitivo de Dios.
Una pareja de jóvenes entran en el callejón riendo y basándose. Están enfrascados en sus juegos amorosos ajenos a la rata que pasa bajo sus pies y al vagabundo que yace cercano en la oscuridad. Entre besos y toqueteos, la chica se percata del bulto humano que huele a muerte cerca de ellos y grita asustada. El chico mira observando asqueado al despojo humano y después de de darle una patada para ver sí reacciona, y tras un gesto despectivo, agarra a su chica y se van corriendo. El vagabundo, en un momento de consciencia, ruega por esa pareja y pide al Padre que les perdone y no les tome en cuenta sus desprecios. Se despide en paz. En paz con la vida, con sus padres, con todos aquellos a los que ha hecho daño y en paz... consigo mismo. El vagabundo se deja llevar por ellos, unos seres angélicos que se lo llevan entre abrazos y cánticos. Se deja llevar en un tránsito maravilloso y lleno de amor y paz. Se deja llevar hasta que llegan a otro estado de cosas...
San Francisco se adelanta a recibir al nuevo morador del cielo. Lo llena de abrazos y le llama por su nombre pronunciado de una forma que resuena en todo el espacio celestial. A lo lejos llegan dos personas. El padre y la madre del recién llegado se acercan contentos y ligeros, con los brazos abiertos y el rostro lleno de luz. Francisco los deja solos y se aparta contemplando la escena satisfecho. Por detrás, a lomos de un alado e imponente caballo, el campeón del discernimiento, San Ignacio de Loyola, contempla fascinado al grupo.
Últimamente, él y Francisco han estado resolviendo unos asuntos importantes... en Roma.


“Os dejo la paz, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde” (Jn 14, 24)


Dedicado a mi estimado lector Alvaro Cubillo, que me ha sugerido la idea de este relato. Espero no haberle defraudado.