No podría decirles exactamente cuántos turistas visitan Roma durante todo el año, pero son muchísimos. Vienen a encontrar un patrimonio cultural único en el mundo: las huellas del imperio romano que marcó en gran medida la cultura occidental y la capital de la Iglesia Católica, del cristianismo occidental que representa otra de las grandes raíces de la cultura europea y de todo el occidente. Sin embargo hay una gran diferencia que resulta evidente a primera vista. Lo que queda del imperio romano son sólo ruinas, reflejos de una luz que hace tiempo que se apagó. Es necesario tener a mano detallados libros llenos de dibujos para poder imaginarse realmente lo que era el foro romano por ejemplo. Ya pocos quieren conocer el latín porque se considera una lengua muerta, algo que pertenece a un pasado muy lejano. Sabemos no obstante que la huella romana es imborrable porque permanece en el derecho actual y en tantos otros aspectos diluidos en las distintas culturas europeas. Reconozcamos incluso la necesidad de no olvidar la cultura clásica por todo lo que su historia nos puede seguir enseñando en tantos campos del saber: la filosofía, el derecho, el arte, la política, la lengua y literatura, etc.
La otra cara de la ciudad eterna, la Roma cristiana está muy viva. No son ruinas, son basílicas enormes y extraordinarias, cientos de pequeñas iglesias llenas de pinturas y esculturas, cientos de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos que vienen a Roma a profundizar en la teología católica, en la Sagrada Escritura, en el Derecho canónico, etc.; miles de comunidades de vida consagrada presentes en sus casas madres. Y además todos aquellos, miles y miles, que vienen como peregrinos al corazón de la Iglesia Católica, a escuchar la palabra del Papa, no importa el nombre o la procedencia del pontífice. La despedida de Benedicto XVI, el Cónclave y la elección del Papa Francisco han congregado cientos de miles de personas en la Plaza de San Pedro de todos los continentes y razas. Se leía en sus rostros la emoción de la despedida de un Papa sabio y valiente y pocos días después la alegría al recibir un Papa venido “casi del fin del mundo” que ya ha cautivado a cristianos y no cristianos por su sencillez y cercanía, dispuesto a romper definitivamente el mito de una Iglesia opulenta que hace mucho tiempo que dejo de serlo.
Sí, la riqueza del arte cristiano que hay en Roma es incalculable, pero es sólo eso: arte, belleza que refleja de modo transparente algo que muchos hoy intentan olvidar y ocultar, el hecho de que la civilización occidental ha crecido de la mano de la Iglesia. Una institución bimilenaria que sólo pide seguir siendo la conciencia de un mundo que ya no sabe distinguir entre el bien y el mal, que se ha cerrado a la trascendencia, que sólo pide la libertad para cumplir su misión de ofrecer el Evangelio de Jesús a todos.
El sentido de los acontecimientos que hemos vivido estos días va más allá de la persona del Papa, de los “dimes y diretes” de los medios sobre los cardenales y que se dirigen ahora inexorablemente contra el nuevo Pontífice (eso ya lo esperábamos). En el fondo lo que la Iglesia y el Papa quieren poner en el centro es la presencia de Dios Padre Creador, de Jesucristo resucitado, del Espíritu Santo que guía a la Iglesia. No pueden con todos sus cañones, con todos sus barcos, con todos sus aviones; no pueden con todos sus canales de televisión, periódicos y páginas web; no pueden con todo su dinero; no pueden hundir la barca de la Iglesia, sencillamente porque no pueden matar a Dios, no pueden ni siquiera atisbar “el vuelo” del Espíritu Santo, no pueden borrar el nombre de Jesucristo, porque Él es el dueño del presente y del futuro de la humanidad.