“Los católicos tienen el derecho a ser considerados con respeto”. Son palabras del cardenal Lacroix, arzobispo de Quebec, dirigidas a las autoridades de esa provincia de Canadá, y que expresan el hartazgo ante la discriminación que sufre la Iglesia por parte de las autoridades públicas en la crisis provocada por la pandemia.
El cardenal canadiense es un hombre pacífico y él mismo dice que la Iglesia ha colaborado lealmente asumiendo las normas de seguridad que daba el Gobierno. Sin embargo, se lamenta de que nunca se hayan puesto en contacto con ellos, de que se puedan celebrar funerales en las pequeñas salas de los tanatorios pero no en los templos, de que los casinos puedan trabajar al cincuenta por ciento de su capacidad pero los templos no puedan albergar a más de cincuenta personas, de que la venta de alcohol y de ciertas drogas legales en Canadá sea considerada un servicio esencial, pero no la asistencia a Misa. Y Quebec no es el único caso. El Tribunal Supremo de Estados Unidos ha dado la razón al estado norteamericano de Nevada -donde está la ciudad de Las Vegas-, que permite que los casinos trabajen al cincuenta por ciento de su aforo, pero los templos no puedan acoger más de cincuenta personas, por grande que sea la iglesia.
En realidad, estas cosas deben dolernos pero no sorprendernos. Es el laicismo triunfante que ve débil y postrada a la Iglesia y que quiere aprovechar la epidemia para asestarle un golpe más, quizá definitivo. Los casos se multiplican por doquier y a veces no tienen relación con la pandemia. Por ejemplo, en Colombia, el presidente Iván Duque ha sido condenado por un tribunal por haber puesto en su cuenta personal de Twitter un comentario elogioso a la Virgen de Chiquinquirá, patrona de Colombia, en su 110 aniversario; ha sido acusado de romper la neutralidad que le exige el cargo, como si en una cuenta personal no se pudieran expresar opiniones personales, aunque en realidad lo que posiblemente molesta es que haya elogiado a la Virgen.
La consecuencia de todo esto debería ser un fuerte rechazo por parte de la minoría católica a aquellos políticos e instituciones manipuladas por los políticos, que les tratan como ciudadanos de segunda categoría, con menos derechos que los demás. La reacción normal debería llevar a esos católicos a no votar a los partidos políticos que les acosan, a considerar la libertad religiosa e incluso la libertad de opinar como un derecho fundamental que hay que defender ante lo políticamente correcto que quiere imponernos la dictadura del progresismo, heredera de la dictadura del relativismo que denunciara Benedicto XVI. Esa debería ser la reacción normal, pero por desgracia no lo es y no lo será. Los políticos que atacan o desprecian a la Iglesia lo saben muy bien y por eso no sólo no la temen, sino que aprovechan su debilidad para golpearla más.
Sus medidas no han sido inútiles y han producido sus venenosos frutos. Por ejemplo, aprovechando el miedo al virus, han conseguido meter en la gente la idea de que ir a la Iglesia es peligroso. En los sitios donde es posible ir a Misa, cumpliendo las limitaciones que exigen los respectivos Gobiernos, algunos templos no llenan ni siquiera el aforo permitido. Es verdad que muchos feligreses son personas mayores y, por lo tanto, de alto riesgo, y que alguno habrá adquirido durante el largo confinamiento en casa algún tipo de síndrome que le haga temer salir del hogar. Pero no creo que eso justifique todos los casos, pues en no pocas ocasiones los mismos que no van a la iglesia sí van a otros sitios donde hay más posibilidades de ser contagiados.
Así llegamos al nudo de la cuestión. Nuestros enemigos nos atacan desde fuera porque nos ven débiles dentro. Nuestros pastores en muchos casos callan, pero incluso cuando hablan no se sienten respaldados por los fieles, que no asumen como propias las protestas de los obispos en defensa de la libertad religiosa. Esta situación me recuerda aquella inquietante película magistralmente interpretada por Anthony Hopkins, “El silencio de los corderos”. No somos los
corderos de los que habla Jesús, sino los pasivos e indiferentes, llenos de tibieza, a los que les quitan la posibilidad de ir a Misa y ni siquiera se inmutan, hasta el punto de que cuando pueden ir tampoco van. Es como si en muchos católicos se hubiera apagado la llama del amor a Dios y ya no resultara urgente e imprescindible ir a comulgar. ¿No deberíamos estar ansiosos por ir a la Iglesia para dar gracias a Dios por habernos protegido? ¿No deberíamos desear estar con Él para suplicarle que ayudara a los nuestros y a tantos otros que siguen sufriendo y no sólo porque están enfermos sino porque su economía se ha hundido? Temo que la pandemia y el miedo al contagio no sea la causa para esta acedía espiritual, sino más bien la excusa para no cumplir con el precepto dominical, lo cual significa que si antes se iba a Misa era por cumplimiento y no porque nos urgiera el amor de Dios y el amor a Dios.
Hay que defender la libertad religiosa que está en peligro por la dictadura del progresismo. Hay que hacer hablar a los corderos. Pero todo eso no será posible si no se produce una renovación espiritual, si no prendemos fuego al corazón de los fieles para que cada uno arda del deseo de