Problemas en casa
La fama del hijo menor de la parábola del hijo pródigo, que ayer escuchamos proclamar en las misas del mundo entero, haría enojar aún más al hijo mayor, que hasta el punto que conocemos, resistió los ruegos de su padre para que entrara a la fiesta en honor de su hermano, venido desde lejos, desde un país lejano… Su historia ha causado tal efecto en el público oyente a través de los años, que es él quien da nombre a la parábola. Su precipitación y rebeldía, su vida malgastada por allí, las ilusiones que no se ven confirmadas, las distancias y nostalgias, el hambre, la pobreza y la humillación, la meditación y el discernimiento, el encuentro con la verdad de sí mismo, el arrepentimiento, el coraje para atreverse a volver sobre sus propios pasos, el regreso, el reencuentro, el abrazo esperado de un padre…, la alegría, la fiesta…, ¿cómo no encontrarse al menos en algunas partes del relato?
El hijo mayor nos pasa más inadvertidamente, a pesar del diálogo notable que mantiene con su padre. Pocas líneas le alcanzan a Lucas para pintar una escena que hace de contraluz dramática a la primera. Naturalmente que ese padre es la imagen del Padre, y esos hijos son la imagen de los hijos de Dios, y esa casa, entonces, puede ser la imagen de la Casa, de la Iglesia. En esos hijos todos estamos, de alguna forma, incluidos. Es una historia del drama de la existencia, es una historia del desencuentro con nosotros mismos, con el prójimo, con Dios, es la historia de la ruptura, del reencuentro, del crecimiento humano, de la vida como un viaje no sólo en el tiempo y la geografía, sino, sobre todo, hacia la verdad, hacia lo esencial, hacia las fuentes de la vida.
Como toda familia, ésta del padre con sus hijos, tiene sus problemas. La de ese hijo que un día se marchó, se llevó la plata, del que llegaban las noticias de que la estaba pasando bomba, el ingrato, el díscolo, el de la bohemia, el que salió a buscar su propio partido y se olvidó de los suyos, tal vez, más de la cuenta… Cuando pasa algo así, todos se enteran. Y está el otro hijo, el mayor, el que estaba en el campo y al que la música y los cantos que llegaban desde la casa despertaron su curiosidad. Le informan de la fiesta, le anuncian el motivo de la fiesta: su hermano ha regresado, y su padre está feliz.
Pero él se enoja. Tiene sus razones. Es una persona responsable y fiel. Hace muchos años que sirve a su padre, que está junto a él, que lo obedece. Mientras ese otro hijo tuyo se la pasaba de parranda y festichola yo me hacía cargo de las actividades, del sostenimiento de todo esto, como ahora, que estaba trabajando en el campo. Es injusto. ¿Quién no se molestaría?
Pero este padre, que viene de reconciliar a su hijo más chico, se lleva una sorpresa con este otro. Como todos los padres, va de sobresalto en sobresalto. No es fácil. Escucha todos los reproches. Pero en su defensa, este padre bueno le presenta un punto de vista desconcertante: “tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo”…, como diciendo, ¿cuál es el motivo del enojo? Y con estas palabras, deja al desnudo la miseria del corazón de este otro hijo. Trabajaba para él, pero su corazón estaba lejos del suyo. Un hijo volvía de viaje, el otro descubría el propio, la lejanía, la frialdad. El primero lo abrazaba, el segundo le reclamaba, le enseñaba su resentimiento. El padre le hace ver que le ha dado todo: el estar con él, compartir la vida.
El corazón sólo muestra su verdad cuando es contemplado por el Padre, el Dios bueno y misericordioso. El padre de esta parábola es el Dios crucificado, que ama en medio del desprecio, los reproches y la incomprensión. Y sin embargo decimos que éste es el domingo de “laetare”, de la alegría que el Padre tiene al recobrar a sus hijos que andan por ahí, el Padre que ruega al hijo correcto que por favor entre a la fiesta, el Padre que ama en medio de las disputas, pero cuya presencia busca en todo momento la unidad.
Acaso el hijo mayor represente un pecado muy extendido entre nosotros, entre los que estamos desde hace años sirviendo al Padre en su Casa, los cristianos que nos hemos acostumbrado a sus cosas, que nos vamos adueñando de ellas, pero hemos ido abandonando lo fundamental, el sello de los hijos: la comunión, la amistad, la relación alegre con el Señor. Podemos trabajar para él, podemos ser responsables en el servicio pastoral, podemos asistir a la eucaristía dominical, podemos ser catequistas, podemos ser sacerdotes, podemos ser profesores de la fe, podemos saber todo lo que ocurre en la Casa, ¡y estar lejos de Dios, lejos de su corazón, lejos de su amor! El que estaba en un país lejano era el hijo que vivía en la Casa, y el otro, el pródigo, el pecador público, tenía toda su esperanza puesta en el regreso. Para él volver era todo.
Uno podría preguntarse. Si estos dos hijos tuvieran que hablar de la familia, y de la Casa, ¿qué dirían? Sabemos que uno hablaría del amor que tiene su Padre por él, de cómo lo perdonó y lo sorprendió, siendo él muy poca cosa. El otro sólo hablaría de sus derechos pisoteados, de lo mal que lo tratan en la Casa, de la injusticia con que es tratado, de cómo hay que renovar las cosas allí…
Pensaba que ésta es otra parábola de la evangelización. Sólo el hijo menor ha experimentado el amor de Dios, y puede anunciarlo. Con nuestras palabras, podemos decir que ha recibido el Primer Anuncio, ha encontrado el lugar de la vida, el lugar donde vive Dios. El segundo está físicamente allí, es un profesional, trabaja, sabe y conoce, pero… Cuando esto nos ocurre, nos enojamos, nos vienen celos de ver la alegría en el rostro de uno que acaba de llegar y Dios brilla para él. Nos entristece ver lo fácil que ha sido para él y lo duro que es la tristeza en nuestro corazón. Es un pecado más sutil. ¡Benedicto ha llamado a la alegría tantas veces...!
¿Por qué nos cuesta despertar a la evangelización? Quizá porque necesitamos ser evangelizados por Dios, quizá porque muchas veces no tenemos nada para comunicar, porque no lo hemos encontrado a él en su Casa. Quizá los hermanos mayores seamos una epidemia en la Iglesia. Quizá nuestra esperanza esté en los nuevos que nos acercan la sonrisa de Dios. La parábola parece decirnos algo de esto. El que viene puede ser tu salvación, puede hacerte entrar en la fiesta. Parece decirnos otra cosa: puedes desempeñar el servicio de anunciar en la iglesia, en la predicación, en la catequesis, y no tener nada para comunicar, más que tus reproches y amarguras, como los discípulos de Emaús. ¿Quién está fuera, quién está dentro de la Casa? No te sientas tan seguro, como dice san Pablo. La falta de alegría, el encierro, el recelo por mantener las cosas como están son un signo de que debemos convertirnos, debemos ser santificados para emprender el camino de la evangelización.