Emoción a raudales. Lágrimas en todos los ojos de los cientos de miles de fieles que estaban ayer en la plaza de San Pedro, acompañándole en sus últimas horas como Pontífice en activo y acogiendo cada una de sus palabras como un tesoro precioso, inolvidable. Y así ha sido, estoy seguro, para los millones de católicos que, con un medio de comunicación u otro, han sintonizado en directo con el acto que se desarrollaba en el Vaticano.
No era para menos. Un Papa no se va todos los días –de hecho es la primera auténtica renuncia en dos mil años de historia-. Y no se va un Papa como éste, al que se le ha querido tanto –a la luz de cómo está respondiendo el pueblo católico, se le ha querido muchísimo más de lo que todos imaginábamos-. Se va un gigante del espíritu, un sabio, un hombre santo y humilde, que ha tenido que ejercer de “barrendero de Dios”, se marcha, agotado de su trabajo, pero consciente de que al hacerlo así va a permitir que otro ocupe su puesto y culmine la obra que él no ha podido acabar.
Pero, al fin, se va. Ha dimitido. Y lo novedoso y grave del hecho en sí ha sido lo que Benedicto XVI ha querido aclarar en su último mensaje público, durante la audiencia celebrada este miércoles en San Pedro. Era como si un peso, este peso, lo tuviera dentro y necesitara dejar claro ante los católicos el por qué de su dimisión.
Su discurso puede organizarse en cinco puntos, con la explicación de sus motivos personales para renunciar en el centro de ellos. Lo primero ha sido dar las gracias a tantos, a todos, por la ayuda que se le ha ofrecido durante estos casi ocho años de gobierno de la Iglesia. Pero ya en este punto ha querido ir más allá del protocolo de las buenas maneras, para recordar que La Iglesia es sólo de Cristo y no de él o de otros: “Siempre he sabido que en aquella barca está el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya y no la deja hundirse”. Y por eso pide no olvidar ni por un momento que estamos en sus manos y que en Él y no en los hombres, por brillantes y santos que sean, hay que poner la confianza: “Quisiera invitar a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, certeros de que esos brazos nos sostienen siempre y son lo que permite caminar cada día también en la fatiga. Quisiera que cada uno se sintiese amado por aquel Dios que nos ha dado a su Hijo a nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites”.
En segundo lugar, el Papa ha dibujado ante propios y extraños el rostro de la Iglesia como el de una familia y no como el de una superestructura de ámbito mundial y con una Curia parecida a un poderoso Consejo de Administración: “Aquí se puede tocar con la mano qué cosa es la Iglesia: no es una organización ni una asociación de fines religiosos o humanitarios; sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos. Experimentar la Iglesia de este modo y poder casi tocar con las manos la fuerza de su verdad y de su amor es motivo de alegría, en un tiempo en el que tantos hablan de su declive”.
Luego, en el centro de su mensaje, las palabras –emotivas, hermosas, intensas- con las que ha querido aclarar las dudas de aquellos que no entienden por qué no ha imitado a Juan Pablo II y ha permanecido hasta la muerte al frente de la Iglesia: “En estos últimos meses, he sentido que mis fuerzas han disminuido y he pedido a Dios con insistencia en la oración que me ilumine con su luz para hacerme tomar la decisión más justa no por mi bien, sino por el bien de la Iglesia. He dado este paso en la plena conciencia de su gravedad e incluso de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo. Amar a la Iglesia significa también tener el coraje de tomar decisiones difíciles, sufrientes, teniendo siempre primero el bien de la Iglesia y no el de uno mismo”. Y, poco más adelante explica que desde que aceptó ser Papa renunció a tener vida privada y que esta renuncia la hizo para siempre, y añadió: “El "siempre" es también un "para siempre": no se puede volver más a lo privado. Mi decisión de renunciar al ejercicio activo del ministerio no revoca esto. No vuelvo a la vida privada, a una vida de viajes, encuentros, recibimientos, conferencias, etcétera. No abandono la cruz, sino que quedo de modo nuevo ante el Señor crucificado”.
El cuarto punto de su mensaje fue para pedir oraciones para él, para los “cardenales llamados a una tarea tan relevante, y por el nuevo Sucesor del Apóstol Pedro: que el Señor lo acompañe con la luz y la fuerza de su Espíritu”. Él se va a rezar porque cree en la oración y pide que en estos momentos tan delicados no les falte a los que deben elegir a su sucesor esa fuerza de la oración.
Por último, de nuevo una invitación a la fe y a la confianza: “Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la alegre certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, es cercano y nos rodea con su amor”. Y su última palabra: “gracias”.
Una página de la bimilenaria historia de la Iglesia se cierra, Dentro de unos días se abrirá otra. De momento, nos quedamos con este saber de la despedida y con una acción de gracias que sale del corazón, humedece los ojos y se transforma en plegaria.