Meditando este pasaje del Evangelio, podemos aprender una enseñanza muy importante. Ante todo, la primacía de la oración, sin la cual todo el empeño del apostolado y de la caridad se reduce a activismo. En la Cuaresma aprendemos a dar el justo tiempo a la oración, personal y comunitaria, que da trascendencia a nuestra vida espiritual. Además, la oración no es aislarse del mundo y de sus contradicciones, como en el Tabor habría querido hacer Pedro, sino que la oración reconduce al camino, a la acción. “La existencia cristiana – he escrito en el Mensaje para esta Cuaresma – consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios”
En nuestra sociedad actual, llena de ruidos, prisas, responsabilidades y horarios, la oración queda relegada a los momentos de liturgia semanal del domingo. Eso, si no nos ocurre que tengamos la mente llena de cotidianidad incluso en al misa dominical. ¿Dónde encontrarnos con la oración?
La oración parte de un alma que siente necesidad de Dios. Un alma que se reconoce como incapaz, por si misma, para seguir adelante y busca dónde agarrarse.
En estas tinieblas de la vida presente, en las que "peregrinamos lejos del Señor" mientras "caminamos por la fe y no por la visión", debe el alma cristiana considerarse desolada, para no cesar de orar (San Agustin, Carta 130, 2)
No es frecuente que evidenciemos la desolación que nos señala San Agustín. ¿Quién en nuestra sociedad se atrevería evidenciar que necesita de Dios? Por ello, ocultamos esta desolación y preferimos no orar. Tal vez podamos hacer más orando que con todos los activismos que reunamos en torno nuestra. Los activismos nos llevan a crear Torres de Bable, con las que queremos llegar a Dios por nuestros medios. La oración nos permite llegar a Dios de una manera humilde, sentida y profunda. Una vez estemos delante Dios, El no señalará el camino a tomar.
Tal como nos indica Benedicto XVI, se trata de subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. No tenemos que quedarnos en lo alto del monte construyendo las cabañas para Moises y Elias. La oración nos lleva ante Dios, pero después tenemos de volver a bajar y seguir lo que Dios nos ha indicado para servir a nuestros hermanos con el mismo amor que Dios nos ha legado.
Pero ¿Necesitamos orar? Diría que cuanto menos confiemos en Dios y más desconfianza tengamos de nuestros hermanos, más oración necesitamos. Estos días de preconclave es posible detectar en nosotros, en comentaristas, amigos y/o conocidos, si nos falta oración. Si pensamos que todo depende de los cardenales, reuniones secretas, maniobras de “poderes” internos o sentimos desesperanza por la misma Iglesia es evidente que no confiamos en Dios. La desconfianza en el Señor señala que necesitamos mucha más oración.
Pero, no se trata de quedarnos en la oración. Ahora mismo y cuando tengamos un nuevo Santo Padre, todos y cada uno debemos trabajar en línea con el Ministerio Petrino. Incluso si el Espíritu Santo elige a una persona que nos parezca inadecuada, veremos que el Señor actúa sobre el, transformando sus desventajas en oportunidades para la Iglesia.
Muchos vieron a Juan Pablo II o a Benedicto XVI como personas equivocadas que traerían sufrimiento a la Iglesia y ya hemos visto todo lo que nos han legado. Si con la evidencia de estos Papas maravillosos, seguimos viendo todo negro, es que nos ciega el deseo de que la Iglesia ajuste a nuestros deseos personales. Si encima somos profetas de la destrucción y hablamos del fin catastrófico de la Iglesia, estamos haciendo el juego al enemigo.
Estemos esperanzados y alegres. Dios no nos ha dejado y sostiene el timón de la Barca con mano firme y certera. Aunque las tempestades arrecien, el rumbo seguirá siendo el mismo.