El libelo de sangre específicamente antijudío es un fenómeno que ocurrió reiteradamente en la Europa medieval, según el cual, una determinada comunidad judía era acusada de haber raptado a un niño, haberle hecho una pantomima de juicio, haberlo condenado a muerte, haberlo ejecutado -por lo general de una manera muy semejante a como se ejecutó a Jesucristo-, y haberlo desangrado para oficiar con su sangre rituales religiosos específicos.
Libelo, cuyo significado original es “libro pequeño”, acabará describiendo, según la RAE, a todo “escrito en que se denigra o infama a alguien”. Según la Enciclopedia Católica, “el uso de la palabra libelo en relación a escritos difamatorios parece haberse originado a principio del siglo XVI”, aunque los hechos que vamos a relatar aquí son bien anteriores.
El primer “libelo de sangre” contra los judíos es muy temprano, y se atribuye al autor griego nacido en Egipto Apión, quien afirmaba que los judíos sacrificaban en su templo a víctimas griegas. Afirmación que no conocemos directamente por sus escritos, sino por la refutación que a los mismos realiza el autor judío Flavio Josefo, el de las “Guerras Judías” o las “Antiguedades”, -en la que incluso se menciona a Jesucristo-, en su obra titulada “Contra Apión”, del siglo I. d. C..
Curiosamente, Tertuliano se hace eco del mismo libelo, pero revertido ahora contra los propios cristianos. Según el autor cristiano del s. II-III, se afirmaba de sus correligionarios que “en la nocturna congregación sacrificamos y nos comemos un niño. Que en la sangre del niño degollado mojamos el pan y empapado en la sangre comemos un pedazo cada uno. Que unos perros que están atados a los candeleros los derriban forcejeando para alcanzar el pan que les arrojamos bañado en sangre del niño. Que en las tinieblas que ocasiona el forcejeo de los perros, alcahuetes de la torpeza, nos mezclamos impíamente con las hermanas o las madres”.
El libelo de sangre propiamente antijudío comienza a ser una incómoda realidad europea a partir del s. XII, en que se produce el primer caso en Inglaterra: la muerte de Guillermo de Norwich en 1144, niño inglés, de cuya supuesta crucifixión se acusará a la comunidad judía llegada a la ciudad inglesa de Norwich sólo nueve años antes. Aunque desde muy pronto el niño Guillermo será considerado mártir, la Iglesia suprimirá su culto, al no encontrar pruebas fehacientes del supuesto martirio. Como quiera que sea, el ambiente antisemita se irá caldeando en modo tal, que en 1189, con motivo de la coronación de Ricardo Corazón de León, empiezan a producirse por toda Inglaterra sucesivas matanzas de judíos: Londres, Colchester, Thetford, Ospringe, Lincoln, Stamford, Bury St. Edmonds, y la peor de todas, York, con 500 hebreos masacrados, hasta que en 1290 tiene lugar la definitiva expulsión que deja el reino vacío de todo judío.
Al caso del niño de Norwich seguirán decenas de casos desparramados por la vasta geografía europea, hasta un centenar de ellos con nombre y apellido y una tradición local intensa, seguidos a menudo de una canonización. Como en el caso inglés, el libelo precede en un espacio de tiempo más o menos largo a la persecución de la comunidad judía con varias decenas o centenares de muertos. Y finalmente, a la expulsión completa, por cierto, y a diferencia de lo ocurrido en España en 1492, sin ni siquiera la posibilidad de conversión para evitar la expulsión.
A España también llega el fenómeno, siendo tres los casos más habitualmente consignados: el del niño Santo Dominguito del Val, en 1250 en Zaragoza; el del Niño de Sepúlveda, sin nombre ni apellido, en 1468, saldado con la ejecución de dieciséis judíos y el asalto a la judería sepulvedana; y el del Santo Niño de la Guardia, sin nombre propio también, en 1480, saldado también con varias hogueras. Todo ello sin perjuicio de que autores de la vehemencia de un Alonso de Espina, -converso según parece-, recoja varios relatos de crucifixiones infantiles realizadas por judíos, como hace en su obra “Fortalitium Fidei. Contra judíos, sarracenos y otros enemigos de la fe cristiana”,
Contrariamente a lo que sería fácil de afirmar, no es de descartar que algún caso haya podido corresponderse con la realidad. Dos razones plausibles se me ocurren: primero, el ambiente propicio que para ello crearían los propios relatos que se extendían por doquier, unos casos que podrían ocurrir en ambientes tanto judíos como no judíos; segundo, por qué no, -y aquí sí, necesariamente fuera del ámbito judío-, como si de un caso de falsa bandera se tratara, para instigar interesadamente, extramuros de la comunidad hebrea, un ambiente hostil contra ella.
Pero lo que sí se ha de descartar de todo punto es un comportamiento más o menos recurrente o consolidado en el ámbito hebreo. El más mínimo conocimiento de la mentalidad judía obliga a negar a hacerlo. Y no ya sólo ya por razones obvias relacionadas con la prohibición de matar común a casi todas las religiones; o el sentimiento de piedad que a cualquier sociedad inspiran los niños; o incluso de la precaria situación en la que los judíos vivían en Europa, que debería conducirles a llevar una vida más o menos discreta y prudente, alejada de ritos tan “peligrosos” para la comunidad. Sino también, por las normas de la religión judía, que prohíbe expresamente los sacrificios humanos:
“Porque todo lo que es una abominación para Yahvé, lo que él detesta, es lo que hacen ellos [los pueblos gentiles] en honor de sus dioses: porque hasta a sus hijos y a sus hijas queman al fuego en honor de sus dioses” (Deuteronomio 12, 31)
Y no menos, las reglas de la impureza, que hacen particularmente repugnante a los ojos de los judíos el consumo de cualquier tipo de sangre, cuánto más la humana:
“Por eso tengo dicho a los israelitas: Ninguno de vosotros comerá sangre; ni tampoco comerá sangre el forastero que reside entre vosotros” (Levítico, 17:12).
Una prohibición que, como sabe cualquiera, no es meramente retórica, sino estrictamente observada entre los judíos incluso al día de hoy.
El fenómeno será mucho más duradero de lo que quepa pensar, no sólo constreñido a los generalmente considerados “oscuros tiempos del Medioevo”, sino, lo que es llamativo, a tiempos bien posteriores, llegando a consignarse casos, y no pocos, incluso en pleno s. XIX, y curiosamente, más en el ámbito esta vez del cristianismo ortodoxo que del cristianismo católico.
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