En cualquier situación, cabe desandar los propios pasos, decir ‘me equivoqué’ e iniciar la aventura de un nuevo cambio, en el que sea posible integrar el pasado (Alejandro Llano)
El tiempo de Cuaresma es tiempo de conversión. Sin embargo, cuántas veces no habremos tirado la toalla, pensando que eso es algo imposible; o nos habremos cansado o habremos perdido la esperanza, creyendo que ya no tenemos remedio. La conversión, cambiar, es posible. Ahora bien, hay dos defectos, que podríamos llamar enfermedades del alma, que nos impiden convertirnos.
La primera es el voluntarismo. El voluntarista es aquel que piensa que todo se puede resolver sólo y exclusivamente con el esfuerzo de la voluntad. Es la persona orgullosa que se aferra a su modo de pensar, de decir y de obrar. En consecuencia, no sabe escuchar y no se deja ayudar. Si cae en una fosa, no quiere que nadie le tire una cuerda o le dé la mano; él sólo puede salir. El voluntarista lleva mal sus fracasos; y al final se cansa de luchar sin conseguir los resultados que espera, y se rinde.
La segunda enfermedad es el victimismo. La persona victimista es la que vive en la queja continúa; aquel que en todo ve desaires y menosprecios; es, en definitiva, aquel que se entristece por las alegrías de los demás; que siente envidia por los éxitos de los otros; y es el que piensa que todos confabulan contra él. El victimista, al final, se convierte en un solitario, porque se vuelve insoportable en la convivencia. Con su queja constante se ha introducido en un laberinto; quería dar pena para conseguir la atención de los demás y lo que consigue es todo lo contrario.
¿Cuál es el remedio para estas dos enfermedades? La humildad y la gratitud.
La humildad es el mejor antídoto contra el voluntarismo, porque nos lleva a reconocer la propia debilidad; nos lleva a descubrir que los fracasos no son malos; incluso me atrevería a decir que los pecados, en sí algo malo porque nos apartan de Dios, nos ayudan a darnos cuenta que nosotros solos no podemos, que somos frágiles. La humildad nos ayuda a crecer en la adversidad; a aprender de nuestros errores; nos lleva a madurar como personas y como cristianos.
El segundo remedio, la gratitud. La gratitud significa reconocer el bien que otros nos han hecho y corresponder con bien. Al mismo tiempo, significa descubrir la acción de Dios en nuestra vida que se da de forma gratuita. Dios siempre está dispuesto a darnos su ayuda, a regalarnos sus beneficios, incluso antes de que se los pidamos.
Así, con la humildad y la gratitud, la conversión es posible por la unión de dos factores estrechamente unidos: nuestra voluntad y deseo de cambiar, y la acción de Dios en nuestra vida que viene por los sacramentos.
Cada día es momento favorable de gracia, porque cada día nos invita a entregarnos a Jesús, a tener confianza en Él, a permanecer en Él, a compartir su estilo de vida, a aprender de Él el amor verdadero, a seguirle en el cumplimiento cotidiano de la voluntad del Padre, la única gran ley de vida. Cada día, aún cuando no faltan las dificultades y las fatigas, los cansancios y las caídas, aún cuando estamos tentados de abandonar el camino de seguimiento de Cristo y de cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro egoísmo, sin darnos cuenta de la necesidad que tenemos de abrirnos al amor de Dios en Cristo, para vivir la misma lógica de justicia y de amor… se necesita humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’[1].