Días difíciles. Así ha dicho el Papa durante la audiencia del miércoles, refiriéndose a lo mal que lo está pasando, incluso después de haberse quitado el peso de encima, es decir después de haber anunciado su dimisión. Días difíciles no sólo para él sino para el conjunto de la comunidad católica, pues aunque la inmensa mayoría estamos a su lado, dándole apoyo y comprensión, pues entendemos que ha llegado al límite de sus fuerzas, eso no quita para que la primera dimisión de un pontífice en la historia de la Iglesia –pues las otras no son comparables a ésta-, no nos llene a todos de incertidumbre, estupor, preocupación y dolor.

 

Sí, días difíciles para todos. Y, sin embargo, en sí mismos no han sido una novedad, aunque los motivos sean diferentes. ¿Es que no fue difícil afrontar la cuestión de Maciel y, después, la de tantos curas e incluso obispos pederastas? (el Papa ha removido a 85 obispos de su sede, por motivos diversos, pero entre ellos está ése). ¿Es que no fue difícil el año 2011, que todos creímos que iba a ser el “annus horribilis” de su pontificado, cuando el The New York Times y la BBC se lanzaron al cuello del Pontífice exigiendo su dimisión por un supuesto amparo a un sacerdote pederasta? Pero aquello pasó y los tribunales norteamericanos dieron la razón a Benedicto XVI. Sin embargo, poco después, estalló otro escándalo, y éste muy cercano a su corazón: el caso “vatileaks”. No es de extrañar que fuera en este contexto, a poco de haber empezado la filtración de documentos reservados, que ponían de manifiesto las luchas mezquinas de algunos eclesiásticos próximos al Pontífice, cuando éste empezó a plantearse la renuncia.

 

Sí, a este Papa –y a nosotros los católicos con él-, no nos han faltado días difíciles. Es posible, sin embargo, que haya algo que se podría haber hecho de otro modo. Cuando levantó la excomunión a los obispos lefebvrianos, muchos obispos le dieron la espalda, alegando que uno de los perdonados había negado la existencia del holocausto (cosa que el Papa no sabía porque se lo habían ocultado sus colaboradores). En ese momento, Benedicto XVI se sintió muy solo y lo dijo públicamente. ¿No será esa soledad la que le ha hecho no poder más? ¿No tendríamos que habernos esforzado más en estar a su lado? ¿No tendría él mismo que haber vencido su timidez y haberse dejado acompañar, en la mesa y en el altar, como hacía Juan Pablo II, rodeándose de amigos fieles que le ayudaran a llevar el enorme peso que caía sobre sus espaldas? Son días difíciles, pero de los que podemos extraer lecciones vitales para el futuro.

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