La fiesta de la Ascensión nos hace mirar a lo alto, al cielo, a Jesús que sube entre aclamaciones a la gloria del Padre para sentarse junto a Él y enviarnos el Espíritu Santo. Una fiesta que contiene muchos detalles para meditar. Hay que ir hacia atrás en el tiempo y a la vez hacia el futuro y en medio vivir directamente lo que nos dice y lo que nos deja.
La escena estremece: el Señor se despide de sus más íntimos amigos, lo ven ascender hasta que una nube les tapa la vista de su Señor. No sólo estremece, sino que impresiona, no saben si están ante algo real o es un sueño. ¡Es un hecho y no algo imaginario ni soñado! ¡Cristo asciende al cielo! El mismo que ha comido con ellos y ha recorrido los caminos de Judea y Galilea y lo han visto sufrir en la Pasión y luego se les ha aparecido resucitado y ahora lo ven ascender al cielo ¿Quién soporta esto sin descolocarse? ¿Cómo se explica esto? ¿Qué hay detrás de todo lo que están viviendo? Sus vidas dan un vuelco, dejan de ser ellos para convertirse en los testigos directos que contagian la alegría que tienen a todos los que salen en su camino y empiezan a abrir sendas nuevas para contar y llevar el mensaje que les ha dejado como herencia.
No solo miran al cielo, sino también al suelo cuando ya no lo ven. Y se encuentran con unas huellas. Las huellas que ha dejado sobre la tierra y que son las huellas que han quedado marcadas a fuego en cada uno de los presentes. Son los escogidos por Dios para vivir momentos únicos con los que la Iglesia da sus primeros pasos. Esas huellas quedan para siempre en sus vidas. Es lo que les lanza y da fortaleza para empezar a pisar ellos también con fuerza los caminos que salen de Jerusalén y llegan a tantos lugares lejanos donde no saben quién es Cristo, el Maestro, el que ha muerto, resucitado y ha ascendido al cielo. No es fácil explicar esto si no se ha vivido de cerca. Es algo que queda en su corazón de modo singular; pero esas huellas que dejan sus pies se borran cuando llueve o sopla el viento y no queda rastro. Son huellas físicas, lo que importa son las huellas espirituales. Las que quedan en los testigos de la Ascensión.
Y queda la promesa que les deja, la venida del Espíritu Santo que les dará fuerza para todo lo que tienen que hacer. No saben muy bien cómo será eso, pero sucederá pronto, se lo dice la marcharse y a los pocos días se cumple la promesa cuando el Espíritu Santo llena la sala donde todos unidos en María oran y esperan la venida del fuego del amor divino que ha prometido el Hijo de María Virgen que acompaña a todos sus hijos en estos momentos tan cruciales.
Al llegar ese momento María seguro que se acuerda de su esposo José, el varón justo y fiel que acompaña a su Hijo y a ella misma durante los años de infancia y juventud. Ahí hay otras escenas, otras huellas y otras promesas. ¿Hablaría María de San José a los apóstoles? Seguro que sí y su Hijo también les contaría las maravillas de su padre José a sus más queridos amigos. ¿Quién no habla de su padre a los que son sus amigos de verdad? ¿Qué mujer olvida al marido difunto y no lo tiene presente cuando llegan momentos especiales en la vida donde ya no pueden vivirlos juntos?
Vamos a otra escena, el Nacimiento del Niño Dios, una escena que tiene mucho que decir, pero nos quedamos con San José. ¿Cómo viviría San José esa escena? San José también miraría a lo alto cuando todo se llena de luz, de ángeles, de pastores, de visitas, de esos vecinos que quieren ver a su Hijo y adorarle. Él ya lo tomado en sus brazos y lo contempla y da gracias a Dios junto con María, pero en la pobreza, humildad y oscuridad de una cueva donde se guardan animales. Allí hay muchas huellas del ganado que da calor a su Hijo y a su Mujer, pero esas huellas, que son numerosas, se borran con el ir y venir de los pastores que se acercan a la cueva.
A San José le pasa como a los apóstoles cuando ven al Señor ascender al cielo, que las huellas se le quedan en el corazón y no se le borran. Esas huellas que en el hogar de Nazaret dejan María y Jesús cuando van a ver qué hace en el taller y pisan las virutas de madera dejando sobre el suelo las huellas de la Madre de Dios y del mismo Dios es lo que queda para siempre en su corazón. Esas huellas que se quedan en el caminar juntos por Nazaret y ver cómo crece su Hijo y cómo su Mujer alimenta y cuida de su Hijo y de él mismo a la vez no lo puede olvidar. Son huellas del amor de Dios en su corazón que le confortan ante todo lo que ha sufrido hasta ver a su Hijo entre sus brazos.
Y la promesa que ha recibido en sueños José se cumple, su Hijo es el Hijo de Dios, su vida se desarrolla y él no ve el final, la amarga y dolorosa Pasión y Muerte, ni tampoco la Resurrección y Ascensión, pero sabe que las promesas de Dios se cumplen, por eso se va a Egipto, y vuelve cuando se lo pide Dios y en vez de ir a Belén se va a Nazaret y se abre al misterio de Dios con toda la humildad de un sencillo carpintero que cuida de una familia, la Sagrada Familia de Nazaret.
Entonces, si vivimos unidos a San José, compartiremos con él una escena, unas huellas y una promesa.