Estaba dudando de tocar el tema, por aquello de evitar ser redundante: parece que en la Iglesia ya no se habla de otra cosa, desde que Benedicto XVI anunció su próxima renuncia… Pero veo que en las noticias, en los artículos de opinión, en las tertulias, el tema sigue candente…

Y pienso quizá que la razón estriba en que no existe una opinión unánime sobre la conveniencia del acto en sí. O sea que, mientras muchos celebran la decisión del papa, otros apenas si disimulan su disgusto. Pero lo que me ha decidido a poner mi granito (bien pequeño) de arena en toda esta polémica, son las acusaciones más o menos veladas de que Josef Ratzinger “se ha bajado de la cruz”, a diferencia de lo que hizo su celebrado antecesor…

Los puntos polémicos son los que hacen saltar las chispas, es decir aquellos que tocan áreas que duelen. En este caso me parece que ha sucedido precisamente esto. ¿Por qué?

Porque, ciertamente, Juan Pablo II dio testimonio de muchas cosas durante su pontificado, pero será recordado (debido a una cobertura mediática históricamente sin precedentes) por sus últimos meses. No podremos olvidar nunca su último via crucis de 2005, una auténtica Via Dolorosa para él, que conmocionó al mundo entero… El Papa no sólo asumía su cruz con valor, sino que daba una auténtica catequesis al mundo sobre el sentido de la dignidad humana (especialmente de la humanidad sufriente) en su propia carne, mostrando su decrepitud noblemente. Ya lo había hecho antes, permitiendo que le fotografiasen en pijama en el policlínico Gemelli, con ocasión de una intervención quirúrgica. En el fondo de estas actitudes estaba su convicción filosófica marcadamente personalista, y con su ejemplo dejó una catequesis viva del valor del ser humano (de todo ser humano). Hasta ahí todos de acuerdo: será santo, aunque no tan súbito como algunos habían pretendido, y, aunque su pontificado no fuera perfecto, restará seguramente como uno de los grandes en la memoria del Pueblo de Dios.

El problema no estriba en el hecho, sino en la comparación: El papa anterior fue santo y no dimitió, “cargó con su cruz”. El papa actual dimite, por tercera vez en la historia y la última en casi 700 años, así que ¿se ha bajado de la cruz?¿Acaso ha sido menos santo? ¿menos coherente?  ¿Es eso lo que quieren decir quienes están tan molestos?

En primer lugar debemos recordar que Benedicto XVI  ya “subió a la cruz” el 19 de abril de 2005. Era ya  anciano, y desgastado por el cargo (tan frecuentemente desagradable y duro) de Prefecto de la Congregación para la doctrina de la fe, que ocupaba nada menos que desde 1981. Él mismo percibió que “la tenaza se cerraba sobre él” en las primeras votaciones del conclave,  vio como una más que merecida jubilación en su Baviera natal se esfumaba, y, a pesar de todo, aceptó. Dijo “sí”, y su labor de estos casi ocho años queda ahí, para el juicio de la historia, y el de Dios…

Durante este tiempo ha sido un pontífice muy distinto al anterior. Es cierto. Su talante profesoral y su categoría como teólogo quedan en sus escritos, pero (para mí sin duda) su lección más recordada será la que ha dado anunciando su dimisión el 13 de febrero de 2013. En ella, Josef Ratzinger fue, una vez, más coherente con su teología: el “siervo inútil” no puede servir ya como desearía a sus hermanos, y por consiguiente, deposita su anillo en el altar de San Pedro, ante el Señor y ante su pueblo. Y, sencillamente, se va…

Y así, lo que Juan Pablo II convirtió en un testimonio de teología mística, Benedicto XVI lo ha transformado en una bella lección de eclesiología: el obispo de Roma ejerce una función única e incomparable en la Iglesia, pero, finalmente, es un servicio (Servus servorum Dei) y todo servicio existe no en función de sí mismo y de su propia “dignidad” o “identidad”, sino orientado al bien de toda la Iglesia, Pueblo de Dios, al que finalmente pertenece él también, desde su bautismo.

Como historiador me resulta fácil compartir con ustedes que, desde mediados del siglo XIX se ha observado una tendencia muy marcada a resaltar y dotar de exclusividad a la figura del Romano Pontífice (las causas de esta tendencia las dejaremos para otra ocasión). El resultado de todo ello ha podido incidir en una tendencia excesiva a subrayar la dimensión sobrenatural del pontificado. Con frecuencia esta actitud puede encontrarse en grupos muy conservadores, con una visión bastante pesimista de la realidad actual, y que consideran que un poder muy centralizado, férreo e investido de una potestad excepcional es lo único que puede salvar a la Iglesia. Por ello, todo cuanto suene a “mundano”, a homologable con cualquier situación puramente humana (como pueda ser una dimisión) está fuera de lugar. Quizá pensaron que el testimonio de Juan Pablo II iba a firmar definitivamente esta visión, pero ahora ven que se han equivocado.

Y que Benedicto XVI ha dado un testimonio de humildad, de libertad en un hijo de Dios, y de rigor teológico hasta el final.

La fe en la Iglesia siempre está situada en una perspectiva de comunión (nunca olvidaré una catequesis de M. Carlos Osoro, hace muchos años ya, al respecto), a veces de concordantia oppositorum. Eso no significa que todo valga, sino que dentro del dogma católico hay mucho más espacio, quizá más del que algunos desearían, para vivir de múltiples formas la santidad y la verdad.

Y que al Señor le encanta la variedad. Eso nos ha enseñado, como un último regalo de su magisterio a la Iglesia, Josef Ratzinger, Benedicto XVI: recemos, agradecidos, por él.

Y a usted, ¿le encanta también la variedad?

 

Un abrazo.

josuefons@gmail.com