En este mismo mes de febrero ha dirigido dos largas alocuciones, primero a los seminaristas de Roma y después al clero de la misma diócesis, y lo ha hecho sin leer, con un orden y claridad en la exposición que ya quisieran muchos cualificados profesores. No se podía pensar en ningún momento en un discurso escrito por un colaborador y leído con dificultad. Me parece percibir claramente en ambos discursos que transmiten un mensaje vivido. No es sólo la doctrina católica lo que quería comunicar el Papa, sino el modo como él concibe y ha vivido el ministerio petrino y su experiencia vivida hace cincuenta años en el Concilio Vaticano II.
En realidad, la renuncia del Papa no cambia en nada la enseñanza de la Iglesia sobre la misión del sucesor del apóstol San Pedro y obispo de Roma. No le quita nada a su primacía, a su autoridad suprema, a su infalibilidad en la promulgación de doctrinas definitivas, ni siquiera a su carácter vitalicio. Precisamente por eso está fuera de lugar pensar en otros cambios importantes como los citados. El tema del sacerdocio de la mujer fue cerrado por Juan Pablo II haciendo uso de su suprema autoridad en la carta apostólica “Ordinatio sacerdotalis” en la que declaraba que la Iglesia católica no tiene la facultad de conferir el orden sacerdotal a la mujer. Ningún Papa podrá jamás cambiar esta doctrina sin traicionar la autoridad suprema del Pontificado, y esto no lo harán nunca. En cuanto al celibato, todos los documentos del siglo XX son claramente contrarios a la abolición. A pesar de todas las presiones externas o internas no hay fisuras al respecto en lo que se refiere a la enseñanza oficial y parece que seguirá siendo así. No existe ningún motivo para pensar otra cosa.
Por otro lado, es cierto que se sienta un claro precedente que puede tener grandes consecuencias en el modo práctico de concebir el ministerio petrino y que, a mi parecer, marcará el papado del siglo XXI. Su gesto dejará una huella imborrable y representa una lección que no se debe olvidar. A partir de ahora, si los nuevos pontífices toman nota, deberían concebir su ministerio y sobre todo vivirlo de un modo, si no nuevo, sí renovado.
En primer lugar, Benedicto XVI, hombre de grandes dotes intelectuales, es, al mismo tiempo, muy consciente de su debilidad humana y de sus límites (eso se suele llamar humildad). Ha vivido siempre con dificultad el boato que rodea al Papa, el culto a su persona, la explosión del sentimiento popular. Ha tratado de apagar los aplausos, de poner en el centro a Cristo, de dirigir la honra y el honor a Dios y no a los hombres. Y el mismo mensaje lo ha transmitido a los cardenales. El Papa es un siervo y todo el que quiera desempeñar una autoridad en la Iglesia debe serlo. Las luchas por el poder o el uso de la autoridad para destruir en lugar de para construir están en claro contraste con el evangelio. Jesús ha dicho a los hijos de Zebedeo: “no sabéis lo que pedís,… el que quiera ser el primero que se haga último y servidor de todos”. En el discurso a los seminaristas Benedicto XVI ha hablado de la figura de Pedro como el pescador que ha renegado de Cristo y que ha sabido llorar su pecado. El apóstol escribe sus cartas (las primeras encíclicas de la historia) con ayuda de otros que hablan y escriben el griego mejor que él. A pesar de eso los escritos conservan toda la autoridad del que ha sido constituido piedra, fundamento y cabeza de la Iglesia naciente. El Papa, por tanto, es hombre débil y pecador como todos. Su misión es importantísima pero él permanece humano y frágil.
En segundo lugar, el Papa ha comprendido muy bien que después de los pasos extraordinarios dados por el beato Papa Juan Pablo II, el rostro del papado ha cambiado. El Pontífice tiene que moverse mucho, tener un contacto más directo con los obispos e incluso con los fieles, con la Iglesia de los cinco continentes. Ser capaz también de gestionar los problemas internos y jamás ser marioneta de “otros” que tratan de medrar ocultando, desfigurando, manipulando, aprovechándose de la debilidad física o mental de un Papa anciano y decrépito, sea quien sea. No puede limitarse a permanecer en las estrechísimas fronteras vaticanas y a repetir con voz trémula lo que otros han escrito o sugerido. El Papa puede y debe consultar, dialogar, dejarse ayudar; pero al final debe tener toda la lucidez y presencia de ánimo para asumir con todo el peso la misión providencial que le ha sido otorgada.
En definitiva, la Iglesia entera: los cardenales, obispos, sacerdotes y todos los fieles están invitados en este momento a reflexionar y a mirar a la Iglesia (a sí mismos) con renovado entusiasmo, con estupor y también con profundo espíritu de conversión, como conviene al tiempo litúrgico iniciado. El Papa nos está pidiendo que seamos verdaderamente siervos de Dios y del prójimo, que renunciemos a toda humana ambición, que miremos a Cristo crucificado y después, siguiendo el ejemplo del Papa, hagamos nosotros “lo mismo”.