Sorpresa, casi hasta llegar a un auténtico “schock”. Estupor. Dolor. Incluso miedo por lo que pueda suceder. Mil preguntas, algunas de ellas, sin respuesta. Todo eso es lo que ha pasado por mi alma en un primer momento al saber la noticia de la dimisión de Benedicto XVI.
El Papa se va, dimite, abandona un cargo para el que fue elegido por el Espíritu Santo, a través de los cardenales, y que su predecesor –Juan Pablo II- no quiso abandonar a pesar de estar en muy precarias condiciones de salud. Pero se va porque, dice él mismo, cree que es lo mejor para la Iglesia, pues ya no tiene fuerzas ni físicas ni espirituales para seguir en el cargo. Le han golpeado tanto –desde el caso Maciel y los sucesivos escándalos de pederastia, hasta el castigo al cardenal Mahony por amparar a los clérigos que cometieron esos delitos, pasando por el dolorosísimo Vatileaks y las intrigas y luchas por el poder que se pusieron de manifiesto debido a esa filtración de documentos-, que su alma y su cuerpo ya no dan más de sí. Una vez dimita, según ha dicho esta misma mañana el portavoz vaticano, Padre Lombardi, el de nuevo cardenal Ratzinger se dedicará a la oración y a escribir. No va a intervenir, como es lógico, en el proceso de sucesión.
Creo honestamente que hay que respetar su decisión. Creo también que hay que rezar por él, quizá más que nunca, pues estoy seguro de que está sufriendo horriblemente. Pero también creo que hay que ponerse enseguida a rezar por la Iglesia y por su sucesor. El momento que atravesamos es inquietante, incluso peligroso, pero estamos seguros de que el Espíritu Santo no abandona a la Iglesia, como no la abandonó cuando Celestino V dimitió en 1294 y fue sucedido por Bonifacio VIII, o como no la abandonó cuando murió Juan Pablo I después de pocos meses de pontificado. Por eso, más allá del dolor, la sorpresa y las mil preguntas, lo importante ahora es rezar, mantener la calma y no perder la esperanza. En Dios confiamos siempre.
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