—Mi señor, el rey descansa, no deberíais molestarle.
El príncipe, con aire molesto, contesta al guardián de la puerta:
—A su hijo le recibirá con gusto a pesar de su indisposición, ¿no crees, lacayo?
El guardia, queriendo ser tragado por la tierra, se inclina hasta tocarse las rodillas con la nariz:
—Sin duda mi señor. Disculpad mi atrevimiento, pero solo cumplo órdenes de los físicos.
El Príncipe, con gesto altivo despreciando la incompetencia del sirviente, abre la puerta de los aposentos del rey y entra decidido a hablar con su padre sea como sea.
En la alcoba reina la oscuridad. Los faldones de los ventanales están echados y la estancia solo es alumbrada por el fuego de la chimenea y los velones repartidos por todas las repisas y ménsulas de las paredes. Huele a enfermedad y muerte. Los físicos, los sacerdotes y los mayordomos personales del rey miran incómodos al príncipe por que suponen que viene a incomodar el descanso del rey. Y suponen bien. El príncipe pasa por momentos delicados y solo los sabios consejos de su padre iluminarán su camino.
—Mi señor, no debéis despertar a vuestro padre. Ha pasado mala noche y ahora necesita descanso. La enfermedad avanza y necesita reunir todas las fuerzas posibles para luchar.
—Lo que necesita mi padre son buenos físicos que no hablen tanto y sean más eficientes para acabar con sus dolores. Por lo que veo, mi padre lucha sólo contra su mal, sin mucha ayuda por vuestra parte, aparte de coserle a sangrías y llenarle la barriga con brebajes malolientes e inocuos.
Cuando los físicos iban a defender su profesionalidad ante el joven e inexperto príncipe, el rey desde la cama y con voz entrecortada ordena:
—Estoy despierto y una conversación con mi hijo no empeorará mi débil estado. Dejadnos solos.
—Pero mi Señor, —Suplica uno de los petulantes físicos lastimado en su orgullo— no debéis alteraros...
—¡Salid!—interrumpe el rey, en un arrebato de la autoridad que aun posee, desde el lecho de dolor y debilidad.
Los físicos y demás piadosos veladores personales del rey, inician una obediente procesión hacia la salida de la amplia y lóbrega estancia, agachando sus cabezas al pasar ante el príncipe.
—Descorre los cobertores, que entre luz natural. Me tienen aquí a oscuras, como en la antesala del infierno. ¿Cómo quieren recuperar mi salud a base de oscuridad y llantos?—se desahoga el rey ante su hijo— me irritan sobremanera, pero no tengo fuerzas para luchar contra ellos. Estoy muy débil para discutir con tanto sabio henchido. Dime hijo, ¿que deseas?
—Padre, vengo a que me aconsejes.—confiesa el príncipe con sinceridad, mientras abre los cortinajes y las ventanas dejando pasar la luz y el aire de la vida.
—¿Qué te preocupa? Aun en la oscuridad veo tu semblante cabizbajo y apesadumbrado.
—Padre...—el joven se sienta un lado del camastro real, mientras agarra la jarra de agua y refresca los labios del viejo rey— ¿por qué he de andar sombrío por la opresión del enemigo?
—¿Qué ocurre, usas las palabras del salmista?
—Si, mi señor, describen perfectamente lo que me pasa. Todo el día ando sombrío acosado por mis enemigos. En las fronteras se agolpan nuestros adversarios de siempre, esperando la oportunidad de hacer incursiones devastadoras en nuestras tierras.
—Vamos, ten calma. Las fronteras están seguras, solo hay que estar alerta y no bajar la guardia. Además, ésta continua amenaza fortalece y motiva a nuestras tropas. —le interrumpe el rey.
El joven se levanta insatisfecho y comienza a dar vueltas, inquieto por la estancia:
—Es verdad que son los que menos me preocupan. La verdad, padre es que los que realmente me entristecen e incomodan son los enemigos interiores. Palacio está lleno de intrigas, maquinaciones y manipulaciones. Mis súbditos se mofan de mí o me desprecian o, simplemente, no me respetan. A veces me siento en mis tierras, como un extranjero, un ser molesto o invisible.
—¿Sabes de dónde procede este ambiente hostil hacia ti? ¿Hay alguien que esté removiendo las aguas en contra tuya?
—Tengo sospechas pero ninguna prueba.
—La envidia y la ambición son las aguas que mueven el molino.
Ante las últimas palabras de su padre, el príncipe se siente impotente y abatido mientras vuela su mirada por la ventana, queriendo huir a otros lugares y otros reinos donde los conflictos y las penas sean menores.
Pero el príncipe sabe que ese lugar no existe.
Con un hilo de voz el viejo rey saca de su postración a su hijo:
—En cualquier caso, la causa última de todas las cosas ya sabes cuál es.
—¿Qué quiere Dios de mí? —Pregunta a su padre mientras se acerca al lecho de nuevo.
—Hijo mío. Detecto en ti, desde siempre, dos sombras que te han acompañado desde tu niñez.
—¿Sombras?
—Sí. Dos simientes que han crecido contigo y se han convertido en cizaña.
El príncipe agudiza el oído totalmente descuadrado. Pensaba que sus enemigos estaban dentro de palacio… pero no tan dentro.
—Una sombra de amor propio ha crecido grande dentro y te envuelve hasta anular lo mejor de ti. Todo lo haces para salvar tu propia imagen, incluso lo bueno o lo piadoso. No hay verdadera generosidad y altruismo en tus acciones. Buscas alimentar tu vanidad y tu perfeccionismo.
El semblante del príncipe se torna oscuro y apenado apartando la vista hacia el suelo.
—No te preocupes, todo ser humano está atado con las mismas cadenas. Buscamos nuestro interés y justificación. Pero ánimo, el Señor quiere hacerte libre. En cada insulto o desprecio de tu prójimo, en tu interior llora un niño, un niño caprichoso e mimado que no quiere madurar. Obsérvalo detenidamente la próxima vez que alguien te lleve la contraria, te moleste o te insulte. Ese niño se llama amor propio y es un estorbo para ser un buen cristiano y un buen gobernante.
—¿Y cómo se combate contra él?
—No respondas con el amor propio, no dejes rienda suelta a la rabia. Responde con caridad sabiendo que eres pobre y necesitado. Vence al mal con el bien. Devuelve bien por mal… con la ayuda de Jesucristo. Fíate de él.
—¡Pero tengo que defenderme, salvar mi honor y mi posición!
—Tu defensa es Jesucristo.
—¿Pero dónde queda mi autoridad?
—No te preocupes, te sobra genio. Que te importe amar, no mandar.
El hijo absorbe las palabras del padre pero una batalla en su interior se desata.
—Esto nos lleva a la segunda sombra,—continúa el rey, mientras su hijo se debate entre dudas y pesimismos— la sombra de la incredulidad.
El príncipe mira a su padre con sorpresa. Nunca hubiera imaginado que su padre le recriminaría su falta de fe. Ha sido educado para servir al rey y la iglesia de nuestro Señor Jesucristo y es un fiel cumplidor de sus deberes religiosos.
—Te he observado desde pequeño, te he visto crecer, convertirte en un hombre y, a la vez, he visto como te acompañaba una sombra de incredulidad, de negatividad en lo más profundo de ti. No crees que nada pueda cambiar, no crees en el poder salvador de Jesucristo.
El príncipe hace un intento de protesta, pero el enfermo rey le detiene con un gesto de silencio.
—Todo lo ves desde tus fuerzas y perspectivas, no terminas de entregarte y confiar. Tu mente propone y predispone. No dejas a Dios ser Dios.
—¡No lo entiendo!
—Antes de creer con todas nuestras fuerzas que una cosa pueda suceder, la fe es, más bien, vaciarse de uno mismo y reconocer nuestra radical impotencia y nulidad, para que Jesucristo tome las riendas.
El príncipe mira a su padre abatido, pero con una sensación de paz interior.
—Por eso Dios, debe romper nuestros apoyos y seguridades, donde basamos nuestra vida, para que podamos entregarnos a él y podamos entrar en su descanso.
La voz agotada del padre deja un aire de paz en el ambiente, mientras el hijo piensa en sus seguridades y sus miedos.
Alguien llama a la puerta, sacando a ambos de sus pensamientos.
—Mi señor, una embajada de nuestros enemigos ha llegado a las puertas de palacio y desean entrevistarse con el rey.
Padre e hijo se miran.
—Anda y acomete tú esta empresa. Yo ya no puedo. Lo dejo en tus manos.
El príncipe intenta convencer a su padre de hacer un esfuerzo y recibir a los emisarios.
—Confío en ti. Di adiós a esas sombras que atenazan. Confiando en nuestro Señor defenderás nuestras murallas y siendo humilde y generoso te ganarás los pasillos de palacio. Mi tiempo se ha acabado. Es tu turno.
El príncipe, debatiéndose entre sus miedos y sus sentimientos hacia su padre, se levanta y se dirige a la puerta, mientras se encomienda a Dios.
—Adiós, padre. Gracias.
Mientras el hijo cierra la puerta tras de sí, en busca de su destino, el padre exhausto pero satisfecho en su lecho, entorna los ojos y repasa su vida. Los recuerdos inundan su mente, y al mismo tiempo entona una oración a los cielos.
—Gracias te doy, Padre, por el tiempo concedido. Protege a mi hijo como lo hiciste conmigo. Defiéndelo de sus enemigos.



“Aunque acampe contra mí un ejército, mi corazón no teme; aunque estalle una guerra contra mí, estoy seguro en ella” (Sal 27,3)