Soléis decir: «Los tiempos son difíciles, los tiempos son duros, los tiempos abundan en miserias.» Vivid bien, y cambiaréis los tiempos con vuestra buena vida; cambiaréis los tiempos y no tendréis de qué murmurar. En efecto, hermanos míos, ¿qué son los tiempos? La extensión y sucesión de los siglos. Nace el sol; transcurridas doce horas, se pone en la parte opuesta del mundo. Al siguiente día vuelve a salir por la mañana, para ponerse otra vez. Enumera cuántas veces acaece lo mismo: he ahí lo que son los tiempos. ¿A quién hirió la salida del sol? ¿A quién dañó su puesta? En consecuencia, a nadie ha dañado el tiempo. Los dañados son los hombres; los que dañan son también hombres. ¡Oh gran dolor! Son hombres los dañados, los despojados, los oprimidos. ¿Por quién? No por leones, no por serpientes o escorpiones, sino por hombres. Los que sufren el daño se lamentan de ello; si les fuera posible, ¿no harían ellos lo mismo que reprochan a otros? Llegaremos a conocer al hombre que murmura, en el momento en que le sea posible hacer eso mismo contra lo que murmuraba. Lo alabo, vuelvo a alabarlo si deja de hacer lo que él reprochaba. (San Agustín, Sermón 311, 8)

 

No creo que ningún católico crea que los tiempos que nos ha tocado vivir sean fáciles. Es evidente que vivimos en momento complicado, pero al mismo tiempo, lleno de esperanzas. ¿Cómo es entonces que nos sentimos desanimados tan a menudo? Quizás miremos atrás a través del mito del paraíso perdido y nos parezca que todo tiempo pasado fue mejor. Pensemos que los mitos son estupendas oportunidades para el enemigo realice su labor de desánimo.

 

El texto de San Agustín nos muestra que la humanidad y la Iglesia no han cambiado tanto como nos podría parecer. La crisis económica, social, moral y eclesial tienen un trágico síntoma y consecuencia: nuestra desesperanza. No estaríamos en crisis si dejáramos de lamentarnos de ella y actuáramos de forma coherente.

 

Nos dice San Agustín que los tiempos no son malos, los malos somos los seres humanos que siempre esperamos a que otro sea el que resuelva el problema. Quedarse quieto criticando es tan fácil como inoperante. Es más, la crítica produce desesperanza en nosotros mismos y en quienes la reciben. Una actitud positiva y activa, genera esperanza y empatía en quienes nos rodean.

 

La Nueva Evangelización necesita del combustible de la esperanza. Esperanza que nace dentro de cada uno de nosotros por la Gracia de Dios. Lo triste es que paralicemos y dejemos inoperante nuestra esperanza por pereza, desafecto, egoísmo y envidia. Si nos sentamos a esperar que otros nos digan que hemos de evangelizar, nos formen, nos vistan y nos muevan hasta la boca… ¿Llegaremos a evangelizar alguna vez?

Otro problema que se une a la desesperanza es la tendencia a confundimos el medio con el fin, lo que da lugar a entendimientos demasiado cortos y sobre todo, cómodos. Evangelizar en las redes sociales y en el mundo real, no es crear relaciones afectivas y generar amistad, por mucho que el afecto y la amistad sean el mejor vehículo para evangelizar. La evangelización necesita de dos elementos fundamentales: el testimonio personal y contenidos que sean semilla de conversión en quienes los reciben. Cristo se acercó a quienes le llamaban y necesitaban, pero lo que les mostró no se quedó en afecto y amistad, les enseño mediante parábolas y su propio ejemplo. Después les requirió que fuesen coherentes con esta enseñanza y ejemplo. Es decir, no nos dejó esperando que otros fuesen quienes nos movieran. 


De nada nos vale quejarnos de la crisis, si no actuamos de forma individual y colectiva. Quizás nos preguntemos cómo actuar, por lo que comparto algunas indicaciones:

 

¿Complicado? ¿Difícil? Yo diría que es imposible por nosotros mismos. Tal vez tengamos que hacer como Pedro, que después de la pesca milagrosa, se arrodilla y le dice al Señor: “Aléjate de mí, Señor, porque soy un pecador". El Señor comprenderá el terror y la incapacidad que sentimos, pero no dudará en decirnos: “No temas, de ahora en adelante serás pescador de hombres