Steven Hutchens es doctor por la Escuela Luterana de Teología de Chicago y editor de la revista Touchstone. En el último número de la revista, Hutchens escribe un interesante artículo sobre la cultura juvenil que, aunque se refiere a lo vivido en los grupos protestantes en Estados Unidos, creo que nos puede servir para reflexionar también sobre algunos aspectos comunes de una problemática que también se da en territorio católico.
Empieza explicando cómo su madre, entusiasta seguidora de un predicador protestante, un tal H. A. Ironside, recordaba que el predicador siempre se había mostrado contrario a la idea de una predicación especial para los jóvenes. Parece ser que pensaba que cuando los cristianos dejaban atrás la niñez, debían hacerse adultos, tomando responsabilidades de adulto y acompañando a los adultos (esta distinción entre niñez y edad adulta es en realidad la de San Pablo en su Carta a los Corintios, cuando escribe que “Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba y razonaba como niño. Pero cuando me hice hombre, dejé de lado las cosas de niño”).
En realidad es lo que se ha hecho en todas las culturas desde la antigüedad. Los niños, a través de una serie de ritos de paso, alcanzaban la edad adulta, la madurez, se convertían en hombres, feligreses, ciudadanos de primer rango. Esto era así también en la Iglesia. Pero el mundo moderno parece que no está muy interesado en hacer de los niños unos adultos maduros y responsables; por el contrario, prefiere que los niños entren en una adolescencia, una edad juvenil, que se alarga sin fin y que les impide convertirse en adultos. De hecho los ritos de paso a la edad adulta cada vez son más difíciles de encontrar. Así, no es de extrañar que tengamos cada vez más jóvenes de 20, 30, 40 e incluso 50 años, que se visten como adolescentes, que no superan las aficiones juveniles, los modos de actuar juveniles, la forma de divertirse juveniles, el tipo de relación juvenil y que se muestran incapaces de asumir las responsabilidades, los deberes, que entraña una vida propia de adulto. Hutchens escribe al respecto: si la mayoría de los hombres llevan vidas de tranquila desesperación, monotonía y hastío es porque les falta la valentía para hacerse mayores.
El problema también lo señala Ken Myers en christianpost.com:
“Una de las mayores formas de cautividad cultural de la Iglesia, y de las que tiene mayores consecuencias, es el modo en que los cristianos han aceptado la extensión, a partir de mitad del siglo XX, de lo que llamamos “cultura juvenil”, con su asunción de que la discontinuidad intergeneracional es la norma. Dado que la cultura, cuando se entiende bien, es un sistema de comunicación intergeneracional de convicciones morales, el mismo término “cultura juvenil” debería ser visto como una contradicción en sus términos.
La gente que se dedica el marketing ha conseguido introducir la noción de “cultura juvenil”, creando líneas de producto pensadas para definir la identidad adolescente como rechazo deliberado de las expectativas paternas. Pero esta segregación por edad no solamente debilita la capacidad de la familia para cumplir con su tarea cultural de transmisión moral, sino que también debilita la comprensión de la propia familia. Una comprensión adecuada del sentido de la familia es intergeneracional en todas sus direcciones.
La dinámica de la cultura juvenil segrega las generaciones y exalta la experiencia del presente a expensas de olvidar el pasado y descuidar el futuro. La “cultura juvenil” no es buena para la cultura. Es una forma de desorden. Y sin embargo es una forma que las iglesias en América han abrazado con rapidez, aparentemente porque han creído que adaptarse a las formas de la “cultura juvenil” era una manera eficaz de comunicar el mensaje de salvación. La cuestión sobre si ofrecían una buena manera de vivir la vida, si eran o no culturalmente saludables y sostenibles, no parece haber sido una gran preocupación para muchas iglesias y líderes durante los últimos sesenta años”.
Tras leer estas reflexiones, uno no puede evitar mirar a su entorno más cercano, a la parroquia que frecuenta, y constatar que sí, en diversos grados, pero también nosotros hemos caído en esta trampa de la adolescencia perpetua (que, como corolario, implica que los que sí asumieron que se habían hecho adultos carecen de recambio).