Hace 5 días empezó el Adviento, el tiempo de la esperanza por excelencia puesto que el Salvador está a punto de nacer.
El Adviento en sí tiene una duración limitada de 4 semanas pero el espíritu del adviento se puede tener cuando haga falta, siempre que aguardemos con esperanza la llegada de algo: un trabajo, una llamada importante, el resultado de un examen o de una prueba médica, el nacimiento de un hijo, la curación de un enfermo, ¡el fin de la pandemia!, cualquier cosa. Esperar con esperanza, así defino yo el espíritu del adviento.
Una amiga mía está viviendo un Adviento muy intenso, fechas aparte. Su hijo se puso enfermo tras el confinamiento de Marzo y en su casa todos están viviendo experiencias nuevas y aprendiendo a convivir con una realidad dura que se ha instalado en sus vidas. Está siendo difícil sobre todo para el hijo pero también para los demás, aunque yo sólo puedo hablar de lo que ella está viviendo, que es lo que me ha contado.
Dice que da gracias a Dios por no haberle mostrado de golpe cada cosa que iba a ver sino que va poco a poco, algo cada día; así puede gestionar las cosas de una en una porque si no se habría escondido en un agujero.
Da gracias a Dios por la actitud de su hijo que no se rebela, no se queja, a veces se enfada, protesta, se pregunta por qué Dios “le manda esto” y se pone cabezón pero acaba entrando en razón y obedeciendo al médico. Entendiendo que Dios no le está castigando sino que está cansado de cargar con la Cruz y le está pidiendo que se la lleve un rato.
Da gracias a Dios por su familia porque todos están poniendo de su parte para que la vida sea lo más normal posible y porque cuando ella se bloquea siempre hay alguien que toma las riendas.
Da gracias a Dios por los médicos que están tratando a su hijo porque son excelentes profesionales y mejores personas, con un sentido común y una humanidad enormes.
Esta madre no está fumada ni colocada ni vive en un éxtasis que la transporta fuera de la realidad, qué va, está sufriendo con una intensidad como nunca antes había sufrido, con un dolor tan fuerte que a veces no puede hacer otra cosa que llorar.
Dice que ver sufrir a su hijo y no poder arrancar y tirar lejos de él ese dolor es lo peor de lo peor. Que han llegado al punto en que todo lo que estaba a su alcance ya lo han hecho y que el sentimiento de impotencia y frustración son gigantescos. Que ver las limitaciones físicas y los cambios en la vida de su hijo le tienen el corazón hecho jirones. Que ojalá hubiera un botón que lo aprietas y todo vuelve a ser como antes.
Me ha contado que ha pasado horas durante la noche sentada junto a su cama, dándole la mano, a ratos hablando los dos, a ratos rezando ella sola. Que una noche le vinieron a la cabeza como en una película los padres y madres que en el evangelio suplican a Jesús que cure a sus hijos, y que dejó de ser para ella un relato sabido y pasó a ser una experiencia personal, tan intensa que en ese instante le suplicó al Señor: “por favor, ¡ten compasión de mi hijo!”, y que repite esa frase una y otra vez, ahora que le cuesta hacer oración.
También me ha contado que otra de esas noches de vigilia se rebeló y se puso a increpar a Dios, que le decía por dentro a gritos: “¡¡pero vamos a ver, ¿qué más me vas a pedir?!!”, y que en ese instante algo hizo clic en su corazón y le dijo con toda la docilidad del mundo: “¿qué más me vas a pedir, que te lo voy a dar?”. Ella misma no salía de su asombro pero la ira se había transformado en entrega y había dado paso a una paz taaaaan grande que sólo se la explica como procedente del Señor.
Los cafés con pitillo dan para mucho y como además debo tener una cara que inspira confianza, me ha contado más cosas. Como que necesita sentir que tiene el control de lo que pasa, saber qué situaciones se pueden dar y cómo actuar, que nada le pille por sorpresa y que todo responda a un plan: puede pasar esto y entonces hay que hacer esto otro y el resultado será el de más allá. Pero que eso no pasa y que se ha visto al límite de su sangre fría, de su capacidad de razonar y actuar, que la han cegado la pena y las lágrimas y que se ha sentido totalmente perdida y sin saber qué hacer.
O que sabe que lo único que le queda por hacer es confiar ABSOLUTAMENTE en Dios, abandonarse en Él, en su poder, sabiduría y amor infinitos porque Él ama a su hijo muchísimo más que ella y que su padre juntos.
Que sabe que ella no tiene el control de nada pero que aún así es incapaz de soltar lo que sea que tiene agarrado con fuerza para dárselo al Señor.
Que sabe que debe entregarle todo lo que tiene dentro aunque ni ella misma sabe qué es lo que siente. Que sabe que ella no puede nada y que Dios lo puede todo, que para Él no hay nada imposible. Que sabe que Él quiere curar a su hijo y que tiene sus planes y sus tiempos.
Que también sabe que todo es para bien y que de esto saldrán muchas cosas buenas aunque ahora mismo ella no lo ve ni por el forro. Que desea con todas sus fuerzas confiar en Dios sin grietas ni fisuras. Que lo desea con todas sus fuerzas pero que no le sale.
Que el otro día en su reunión semanal para compartir la fe en comunidad manifestó esta inquietud y que le dijeron que lo pidiera en la oración. Que lo ha hecho todos los días y que para su asombro ha podido soltar la cuerda y dejarla en manos del Señor, y que ha sentido un gran descanso interior.
Que todo sigue igual en su casa pero que van dando un paso detrás de otro. Que a veces se tropieza uno o se tropieza otro pero que siempre hay alguien que los levanta, y que siguen avanzando.
Y que aunque están todos cansados, sobre todo su hijo, ella ahora confía. Y que confiar es descansar.
Yo tengo la costumbre al empezar el Adviento de compartir una canción que se titula precisamente “Adviento”. Pero hoy voy a compartir otra aunque ya la he puesto aquí antes.
Esta frase de mi amiga, “confiar es descansar”, me ha hecho recordarla.
Así pues, confía, descansa en Dios, espera eso que anhelas con el corazón lleno de esperanza.