Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tu creaste (San Agustín)
Al mismo tiempo, Sara se siente incomprendida. Parece que vive en una crisis continúa. Hay momentos en los que no se aguanta ni a sí misma. Esa insatisfacción, el deseo por algo distinto, ese búsqueda provoca conflictos. Conflictos en casa, con su padre, con su madre, en clase con los profesores (profesor en este caso); conflictos emocionales. Todo esto provoca en ella una gran soledad y, lo que es peor, mucho sufriendo interior al sentirse incapaz de explicar todo lo que le sucede. Busca una respuesta y no la encuentra.
Y cuando ese dolor y esa soledad se hacen insoportables, sólo queda una solución. Cuando parece que nada tiene sentido, hay que acabar con todo. Pero, ¿y si hubiera otra alternativa? ¿Y si poner fin a la propia existencia no fuera la solución? ¿Hay otras posibilidades?
Verbo me recordaba a aquella otra película, El club de los poetas muertos, pero con una diferencia importante. Mientras esta plantea preguntas sin respuestas, Verbo abre las puertas al sentido transcendente de la existencia humana. Sí, da una respuesta. Muestra cómo dentro de cada uno de nosotros hay una voz, una llamada a la vida, pero a una vida en plenitud. Existe ese deseo de felicidad que no es otra cosa que el sentido religioso de la vida. Hay en cada persona una fuerza creativa y creadora que es participación del misterio creador de Dios.
Esa voz interior es un deseo de eternidad. Es la llamada de Dios, que desde siempre nos invita a participar de su vida, porque es ahí donde encontramos la respuesta a todas las preguntas. Tu nombre es la prueba de que existes con un grito eterno, dice una de las estrofas de la banda sonora de esta película.
¡Atrévete a cambiar tu mundo!, así se resume esta película, que es una llamada al inconformismo, a una sana rebeldía, a tomar las riendas de la propia vida y a pensar por uno mismo. Verbo es un alegato contra la indiferencia, la pasividad, contra todo aquello que suponga seguir esperando, con los brazos cruzados, a que las cosas cambien, a que se den las circunstancias adecuadas para ser feliz.
El hombre no puede vivir sin esta búsqueda de la verdad sobre sí mismo – qué soy, para qué debo vivir – verdad que empuje a abrir el horizonte y a ir más allá de lo material, no para huir de la realidad, sino para vivirla de modo aún más verdadero, más rico de sentido y de esperanza, y no sólo en la superficialidad…
Los grandes interrogantes que llevamos dentro de nosotros permanecen siempre, renacen siempre: ¿quienes somos?, ¿de dónde venimos? ¿para qué vivimos? Y estas preguntas son el signo más alto de la trascendencia del ser humano y de la capacidad que tenemos de no quedarnos en la superficie de las cosas. Y es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valor como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida, y sentimos una insatisfacción, una inquietud que nada concreto consigue llenar. Al final, todas las promesas se muestran a menudo insuficientes…
Aprended entonces a reflexionar, a leer de modo no superficial, sino en profundidad vuestra experiencia humana: ¡descubriréis, con sorpresa y con alegría, que vuestro corazón es una ventana abierta al infinito![1]