Sevilla, 5 de noviembre de 1937. En plena Guerra Civil el ABC de la zona nacional en un preciso artículo informa de que acaba de ser publicado un libro que recoge la historia martirial de seis arciprestazgos en la llamada “revolución sacrílega”. Lo firma Juan de Córdoba, que es el pseudónimo usado por el periodista José Losada de la Torre que, dentro de unos años, llegará a ser director de la edición nacional del periódico ABC (19401946). Así reza la noticia: Nació el 28 de abril de 1901 en Bernuy de Zapardiel (Ávila) y se ordenó el 29 de mayo de 1926. Cuando estalla la guerra llevaba tres años ejerciendo como párroco del pueblo toledano de Almendral de la Cañada, que pertenecía a la diócesis de Ávila. Ya en marzo de 1936 informa al Obispado de Ávila de la insistencia del Ayuntamiento en incautarse del cementerio parroquial. De buena fe, algunos le decían al joven párroco que se quitara la sotana para pasar más desapercibido a los milicianos foráneos. Pero él respondía que con sotana o sin ella, si querían matarlo, le matarían. Al fin tuvo que vestirse de paisano y ocultarse durante el día en el monte, acompañado de un joven seminarista, Demetrio Díaz Andrino, luego volvían al pueblo por la noche. Pero las milicias insistían en su busca. Nació el 11 de noviembre de 1879 en Torralba de Oropesa (Toledo). Se ordenó el 23 de septiembre de 1906. Cuando estalla la guerra civil hacía más de diez años que ejercía de párroco en Navalcán, pueblo toledano de la diócesis de Ávila. Se resistió a huir, a pesar de que muchos se lo aconsejaban. Él les decía: “Jamás dejaré yo mi pueblo sin cura. No me iré de la parroquia mientras alguno de mis feligreses pueda necesitar de mí”. Fue detenido el 28 de julio y conducido al calabozo del Ayuntamiento de Navalcán, donde recibe malos tratos. Allí permaneció hasta la madrugada del 10 de agosto. Se le escucho afirmar durante los días de cárcel: “Los sacerdotes de Cristo siempre somos para los impíos signo de contradicción. Por eso sufro contento. En vano pretenderán hacerme blasfemar. Jamás lo han de conseguir”.
“He aquí un libro impresionante. Se titula “Iconoclastas y Mártires”. Está escrito con sencillez y claridad, sin perfiles literarios, lisa y llanamente. Su autor, jesuita, ha recorrido los pueblos de seis arciprestazgos que corresponden a tres pequeñas porciones de las provincias de Ávila, Toledo y Cáceres y ha buscado la verdad de lo que en ellos aconteciera durante la dominación de los rojos. Inquiere sin descanso, pero no admite sino los hechos avalados por testimonios dignos de crédito. Las mismas declaraciones oficiales que le salen al paso, las contrasta con las referencias de los vecinos, tanto encumbrados y cultos, como humildes e ignorantes. A veces, aparta una relación exagerada que convendría a su tesis, que es la tesis de todos nosotros, y dice: “no parece que estos hechos estén probados”, con lo que nos advierte de su veracidad y honradez. El padre Teodoro Toni ha visitado dos veces los lugares de su narración y entre ambas informaciones ha puesto un lapso de cinco meses. No ha querido conceder nada a la improvisación y la ligereza. Por eso, cuando se vuelve la última página de esta pequeña historia de barbarie y salvajismo, se tiene la impresión de que todo es cierto, angustiosa y dolorosamente cierto…
Los arciprestazgos recorridos por este informador veraz, han sido los siguientes: Arenas de San Pedro, Oropesa, Valle del Tiétar, Casavieja, Cebreros y Abadía de Burgohondo. Son 75 los pueblos comprendidos: unos, colgados en los bravíos picachos de la Sierra de Gredos, otros, en las estribaciones de Guadarrama y otros, en fin, tendidos en las valles ubérrimos del Tiétar. En esos pueblos fueron martirizados y fusilados treinta sacerdotes. Todas las iglesias y ermitas fueron saqueadas y profanadas, dedicándolas a mataderos, almacenes de víveres o salones de baile. Las imágenes, casi sin excepción -alguna persona piadosa logró salvar un Cristo o una Virgen, pequeñines- quedaron descabezadas y hechas añicos, sirviendo los trozos de las tallas para el fuego de las cocinas o de los campamentos. Casi todos los Tabernáculos conservan los impactos de las balas rojas. Los vasos sagrados, cálices y copones, sacras, relicarios y piedras de aras han sido robados si tenían valor y machacados y pulverizados si de él carecían. Todas las joyas de Vírgenes y santas desaparecieron. Los cíngulos fueron utilizados para portafusiles. Los retablos, todos, alguno de gran valor, como el de Gregorio Fernández en Real de San Vicente, quedaron en astillas. Las ropas sagradas sirvieron para desfiles carnavalescos y bufonadas sacrílegas, como en Arenas de San Pedro, El Hornillo, Lagartera, Gavilanes o Navalcán…
Cruzan por esta escalofriante narración episodios de una increíble crueldad. Al párroco de El Hornillo, don Juan Mesonero, lo arrastraron atado por unas escaleras y lo pincharon con leznas, de esas que trabajan el esparto, antes de matarlo. Al de Mombeltrán, don Damián Gómez, de sesenta y cinco años, lo torearon en las calles, le dieron a beber petróleo, le hicieron tremendas amputaciones y lo llevaron a rastras atado a una camioneta hasta el Puerto del Pico, despeñándolo por una barrancada (en la foto, Cruz de los caídos del abulense Puerto del Pico). Don Ismael Santos, párroco de Poyales del Hoyo, estuvo doce días en una pocilga, donde fue azotado muchas veces con sogas llenas de nudos, palos y vergajos, hasta que ya no pudo moverse y entonces lo asesinaron. Al sacerdote de Alcañizo, don Salustiano Domínguez Sastre, lo llevaron al parador de Oropesa, lo obligaron a bailar en el camión, hiriéndole con los machetes y golpeándole con los fusiles. Cuando compareció ante el Comité iba descalzo con unos pingajos por pantalones y un faldón de la camisa al viento… Los verdugones le cruzaban el rostro. Los rojos de Navalcán colgaron al rector de la parroquia, don Pedro Estrada, de una rama de encina, agarrotándole las manos a la espalda, hicieron una bárbara eventración y lo fusilaron. La cisura del vientre se la taparon con hierbas y pastos… Aún hay más terribles suplicios en el martirologio de esos pueblos, pero…
Los treinta sacerdotes asesinados murieron heroicamente, con el grito de “¡Viva Cristo Rey!” en los labios y sin una claudicación. Y lo mismo los hombres civiles a centenares perecieron bajo la tiranía comunista. Esa es la contrapartida de la tragedia: porque sentiríamos rubor de ser españoles si no iluminaran las tinieblas de la revolución marxista tantos y tantos rasgos de valor y entereza de alma escondidos en los peñascales de una Sierra, sin otro testigo que Nuestro Señor.
Este es el testimonio de alguno de los treinta sacerdotes a los que alude el Padre Toni, SJ, en su libro.
Siervo de Dios José Sáinz Rodríguez
Todavía recuerdan en el pueblo las palabras en la misa del 6 de agosto, fiesta de la Transfiguración, cuando el joven sacerdote al distinguir claros entre los bancos de la iglesia, lo lamenta con dolor y exhorta a los valientes: “- Creo que nada pasará. Pero si pasa, ¿no es mejor que nos maten en la iglesia que en otro lugar? Y más si es por cumplir el mandamiento de oír misa”.
Y un día de agosto los milicianos conminaron a las autoridades del pueblo para que en un plazo de 24 horas se lo entregaran. El 21 de agosto le detienen, obligándole a subir en una camioneta. Dicen los testigos, que cuando arrancó, se persignó despacio y apretando un pequeño crucifijo en sus manos, se puso a orar. El trayecto fue corto: lo asesinaron cerca de La Iglesuela (Toledo). Se conserva un documento excepcional del nuevo párroco, Don Sergio Rodríguez, con fecha de 3 de diciembre de 1936. En él se recogen minuciosamente todos los detalles de su muerte.
Siervo de Dios Pedro Estrada Altozano
Una de las torturas que más divertía a los milicianos era tenerle atado por los tobillos con sogas que colgaban de una viga del techo, y cuando le veían descuidado, tiraban de la soga, haciéndole caer de bruces al suelo, mientras le gritaban: “-Anda, Pedrito, echa un sermón”. Tantas veces lo hicieron que no sólo magullaron todo su cuerpo, sino que descarnaron sus tobillos dejando al descubierto los huesos, como apareció al desenterrar el cadáver. La sádica broma les gustó tanto que al montarle en un camión, cuando ya le llevaban a asesinarle, un miliciano la repitió, cayéndose del vehículo e hiriéndose. Fue conducido a la finca “El Toril” de Velada (Toledo) y antes de ser fusilado pronunció palabras de perdón. Era, como hemos dicho, el 10 de agosto de 1936, festividad del mártir San Lorenzo.
Siervo de Dios Valentín Moreno González
Valentín nació en Torralba de Oropesa (Toledo) el 13 de febrero de 1884. Recibió la ordenación sacerdotal el 5 de junio de 1909. A principios de 1927 recibe el nombramiento de párroco de Real de San Vicente, pueblo de Toledo que, por aquel entonces, pertenecía a la diócesis de Ávila. Ya en los días de Semana Santa de 1936, la autoridad republicana le había puesto una multa por celebrar, alrededor del templo, la procesión del Domingo de Pascua. Cuando estalla la guerra, sus feligreses le animaban a huir y él siempre respondía: "Si quieren, que me maten, mientras estoy cumpliendo mi ministerio". Pero, cuando el ambiente llegó a ser extremo, el 22 de julio, abandona el pueblo con un grupo de feligreses. Estos se refugiaron donde pudieron. Él quiso llegar hasta Buenaventura (Toledo), pueblo donde había ejercido anteriormente de párroco. Pero antes fue detenido por los milicianos, que lo entregaron al Comité de Navamorcuende (Toledo). Le tuvieron encarcelado hasta el 14 de agosto, ese día lo fusilaron en el término municipal de La Iglesuela (Toledo), concretamente en el kilómetro 33 de la carretera de Casavieja (Ávila) a Talavera de la Reina
Fue fundamental para confirmar el martirio sufrido por el Siervo de Dios Valentín Moreno, la declaración de Don Gregorio Sánchez, sacerdote que logró salvar su vida y que informó al Sr. Obispo de Ávila el 10 de diciembre de 1936 sobre todo lo sucedido.
Entre los desmanes ocasionados en toda la iglesia por las milicias, cuyas autoridades republicanas decían defender el patrimonio artístico, merecen muy especial mención los destrozos ocasionados en la llamada Capilla de la Dolorosa. En total fueron destruidas 25 imágenes pero en esta Capilla se conservaban varias de Salvador Carmona, discípulo de Gregorio Fernández. Hubo parodias burlescas contra la religión. Entre cantos y burlas “bautizaron” a varios niños derramando sobre sus cabezas vinos y otros licores. “En este clima antirreligioso -afirma el sacerdote don Andrés Sánchez autor del libro “Mártires de nuestro tiempo. Pasión y gloria de la Iglesia abulense”- vivió los últimos días el párroco Don Valentín Moreno González”.
Siervo de Dios Mariano Guerras Salcedo
Nació el 13 de septiembre de 1874 en Ávila. Y en su ciudad natal fue ordenado sacerdote el 12 de junio de 1897.
Desde 1921 trabajaba en el pueblo toledano de Valdeverdeja, (entonces diócesis de Ávila) primero como regente, luego como ecónomo y finalmente como párroco, desde 1926. Durante todo el quinquenio republicano su parroquia tuvo que sufrir el ataque y vandalismo de las autoridades y elementos de la izquierda. Se interrumpían los actos de culto, incluso la fiesta de la patrona, la Virgen de los Desamparados, que acabaría siendo fusilada; se intentó entre burlas sacrílegas bautizar a un jumentillo en la misma pila bautismal de la parroquia, se inauguraron los matrimonios y entierros civiles, hubo un serio conato de quemar la iglesia.
En Valdelacasa pudo permanecer ocultó hasta el 24 de agosto. El 25, por la mañana, lo encontraron y le llevaron a declarar ante el Teniente de las milicias, quien le dejó en libertad. No obstante el 26 lo subieron a una camioneta trasladándole a El Puente del Arzobispo (Toledo) para matarle. Pero el Teniente de las fuerzas, que se hallaba allí, lo impidió. Quedó encarcelado y a disposición del comité de Valdeverdeja. El Teniente tuvo que ausentarse el 28 de agosto, y entonces las milicias telefonearon a Valdeverdeja, preguntando qué hacían con él. “Al cura, paseo y baño”, respondió el comité. Entre las nueve y las diez de la mañana le fusilaron junto al muro de la iglesia de El Puente. Le pusieron de espaldas, pero él se volvió y dijo: “A mí se me mata cara a cara”. Su cadáver fue arrojado desde el puente al río Tajo.
Siervo de Dios Mariano Guerras Salcedo
Nació el 13 de septiembre de 1874 en Ávila. Y en su ciudad natal fue ordenado sacerdote el 12 de junio de 1897.
Conservamos crónicas emocionantes de la edición sevillana del periódico ABC del 6 de octubre de 1936, y del 19-20 de octubre de 1936 de El Diario de Ávila, en donde se recuerda profusamente la labor de este benemérito sacerdote. Don Mariano había sido un estrecho colaborador en El Diario de Ávila. Desde sus páginas, en los años 20, defenderá el proceso de canonización de la reina Isabel la Católica.
El 22 de febrero, cinco meses antes de estallar la guerra, era tal el clima que Don Mariano escribe a su obispo diciéndole entre otras cosas: “Mi situación en esta parroquia se hace imposible... entiendo que pocos días, por no decir horas, puedo permanecer aquí... estoy seriamente amenazado de muerte”. Pero cuatro días más tarde le vuelve a escribir: “Puede estar V.E. completamente seguro que yo no abandono la Parroquia, aun cuando me costara la vida. Así se lo ofrezco y pido a Dios Nuestro Señor todas las mañanas en el Santo Sacrificio de la Misa”.
El día 28 de julio Don Mariano, por mandato de las autoridades, fue obligado a vestirse de paisano. Ese día, entre amenazas, dos milicianos le roban las últimas 30 pesetas que le quedaban. Poco después fue llamado al comité, que le ordenó abandonar inmediatamente el pueblo. Y, como les expresó su total carencia de dinero, pidieron a los ladrones que le devolvieran las 25 pesetas que aún no habían gastado. Él y su hermana fueron llevados en coche hasta la barca que atravesaba el río Tajo. Y desde allí pasaron a la otra orilla, en el término de Valdelacasa de Tajo (Cáceres). Antes de embarcar, él les rogó con lágrimas que, si lo quemaban todo, respetaran al menos a la Virgen del Rosario.