Si ayer hablábamos de esas historias entrañables que servían para mostrar la fidelidad sin límites de la especie cánida hacia la especie humana (véalo aquí si lo desea), se me ha ocurrido que hoy era buen día para hablar de la presencia que el fiel amigo del hombre registra en los evangelios. Y la verdad es que no son muchos los episodios evangélicos en los que se mencionan perros, y en aquéllos en los que se hace, no se alude nunca a un perro con nombre propio o con una mera identidad que lo particularice, sino a generalidades: el perro como especie, no como individuo. Ahora bien, haberlos haylos, tres concretamente, uno de ellos repetido en dos evangelios, y no dejan de tener su interés.
 
            La más breve y concisa referencia a los perros la aporta Mateo, y recoge una breve sentencia de Jesús relativa a las cosas santas en el contexto de las enseñanzas que este evangelista aúna entre los capítulos 5 y 7 de su Evangelio. Dice así:
 
            “No deis a los perros lo que es santo, ni echéis vuestras perlas delante de los puercos, no sea que las pisoteen con sus patas, y después, volviéndose, os despedacen” (Mt. 7, 6).
 

            La segunda la recoge Lucas, que la introduce en su relato de la parábola del pobre Lázaro y el rico Epulón, del que dice:
 
            [Y había un hombre] pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico...pero hasta los perros venían y le lamían las llagas” (Lc. 16, 19-21).
 
            La tercera la recogen al alimón Mateo y Marcos, el primero en Mt. 15, 21-28, y el segundo en Mc. 7, 24-30, en un episodio, el de la curación de la hija de una cananea (en Mateo), de una sirofenicia (en Marcos), el cual suele pasar medianamente inadvertido, a pesar de gozar de una curiosa y nunca o casi nunca comentada singularidad: se trata, probablemente, del único episodio evangélico en el que ese gran genio de la dialéctica y del debate que es Jesús de Nazaret, el que calla a los saduceos cuando le quieren poner en apuros entre el cielo y las mujeres, a los celotes ordenándoles dar al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios, o a los fariseos poniéndoles continuamente ante sus propias contradicciones, es derrotado dialécticamente hablando, y lo es por una sencilla mujer cananea, vale decir sirofenicia, que no tiene otra habilidad que la que proviene del amor que profesa a su hija, cuya curación in extremis confía a Jesús, seguramente tras haberlo intentado previamente todo.
 
            El precioso episodio, del que vamos a seguir el relato mateiano, reza como sigue:
 
            “Saliendo de allí Jesús se retiró hacia la región de Tiro y de Sidón. En esto, una mujer cananea, que había salido de aquel territorio, gritaba diciendo: «¡Ten piedad de mí, Señor, hijo de David! Mi hija está malamente endemoniada.» Pero él no le respondió palabra. Sus discípulos, acercándose, le rogaban: «Despídela, que viene gritando detrás de nosotros.» Respondió él: «No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel.» Ella, no obstante, vino a postrarse ante él y le dijo: «¡Señor, socórreme!’” (Mt. 15, 21-25).
 
            Y aquí es donde entrar en el debate los perritos que dan título a este artículo y que sirven para que la mujer consiga forzar el ánimo de Jesús y que éste acceda a lo que ella le pide:
 
            “Él respondió: ‘No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos’ ‘Sí, Señor -repuso ella-, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos’” (Mt. 15, 26-27).
 
            Con este desenlace:
 
            “Entonces Jesús le respondió: ‘Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas’. Y desde aquel momento quedó curada su hija” (Mt. 15, 27-28).
 
 
 
 
            ©L.A.
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