¿A quién no le ha tocado escuchar en alguna comida, cena o fiesta al típico que trata de pasar por valiente, narrando cómo fue su última borrachera o cuántas veces le ha sido infiel a su esposa? Pues bien, detrás de todas esas “hazañas” se encuentra el pecado, la falta de sentido. A los ojos de muchos podrá quedar como un campeón, sin embargo, en el fondo, su vida es triste y vacía. En lugar de buscar el perdón y, desde ahí, recuperar el rumbo, prefiere presumir de sus miserias.
Ciertamente, no nos toca estar pendientes de lo que hagan los demás, sin embargo, hay que evitar caer en el error de aplaudir las malas acciones, aquello que deshumaniza, pues todo lo que tenga que ver con el mal -por muy atractivo que parezca- destruye en lugar de construir. Como me dijo en alguna ocasión un sacerdote escolapio: “no hay que recrearse en el pecado”. Aquí entra el sacramento de la confesión o reconciliación, dejando claro que el arrepentimiento no es un sinónimo de fracaso, sino de carácter, de madurez. Dicho de otra manera, es el primer paso para poder crecer como personas.
Sin estar todo el tiempo a la defensiva, es importante que seamos críticos con la sociedad de la que, de hecho, formamos parte activa. Lo anterior, siguiendo uno de los consejos de San Pablo, quien exhortaba a examinarlo todo y quedarse con lo bueno (Cf. 1, Tes 5, 21). Imitemos aquellas actitudes que edifican, evitando seguir modelos que atentan contra la libertad responsable. Sólo así conseguiremos parecernos más a Jesús.