Los inversores son las personas que aportarán el capital –el ahorro- que es imprescindible para la producción de bienes y servicios que, posteriormente, intercambiaremos en el mercado. La inversión siempre implica riesgo y por lo tanto, prudencia a la hora de invertir. La falta de inversión se traducirá en baja productividad e imposibilidad de consumir –pobreza-. Un exceso menospreciando los riesgos terminará en alguna forma de burbuja, malas inversiones y unos niveles de pobreza similares a los que provoca un defecto de inversión.
Así y para invertir, los agentes económicos que participamos en el mercado hemos creado una serie de mecanismos para canalizar el ahorro hacia los proyectos más interesantes: las acciones, los mercados de valores, los bonos y los mercados de deuda, los depósitos bancarios remunerados o incluso la especulación –sí, sí, también la “malvada especulación”-. Cada uno de ellos tiene una función en el mercado y si el Estado se limita a los poderes que le son propios, el mercado por sí mismo establecerá un equilibrio dentro de lo que es económicamente viable, acotando los posibles resultados y los niveles de riesgo, poniendo a cada inversor en el lugar que le corresponde en función de su propia capacidad para invertir. Cada forma de inversión tiene sus propias ventajas e inconvenientes, siendo los inversores quienes estarán en mejor disposición para determinar lo más adecuado para cada caso y momento.
Cuando un mercado funciona según estas reglas –sus propias leyes- y las pautas marcadas por los agentes que participamos en él, los tipos de interés, los precios y los rendimientos de las inversiones no dependen de ningún agente en particular y sólo de la acción conjunta de todos ellos a la vez, que ninguno puede manipular ni controlar. Los precios se convierten en la información crucial que servirá para decidir qué inversiones no son rentables y cuales sí lo son. El nivel de acierto a la hora de interpretar esta información será la clave que evite desequilibrios o los resuelva. En tal entorno, los precios altos serán la cura a inversiones sobrevaloradas incentivando la venta que provocará una bajada de los mismos; los precios bajos será la cura a inversiones que estén infravaloradas al estimular la compra y el aumento de los mismos. La capacidad para aprovechar tales oportunidades determinará el nivel de éxito o fracaso de cada inversión.
En tal proceso y para calificarlo de “mercado libre”, ningún agente económico debe verse beneficiado o perjudicado al margen de los beneficios o pérdidas que se obtengan fruto de su propio mérito –nada que ver con la situación actual-. El Estado debe limitarse a ser el árbitro conforme a unas reglas iguales para todos, y sólo para resolver los litigios que surjan entre particulares durante los procesos de inversión. Así, en un país libre y capitalista, no es función del Estado participar en el mercado, tener empresas o medios de producción, ni garantizar inversiones –el fondo de garantía de depósitos remunerados, por ejemplo-, ni expoliar los beneficios o amortiguar las pérdidas de nadie, ni hacer competencia a los propios agentes del mercado utilizando su propio dinero –sus impuestos-. Admitir estas extralimitaciones del Estado es como aceptar que el árbitro en partido de fútbol le pegue al balón para desviar una pelota que iba fuera y que así termine en gol.
En las conclusiones a esta serie de artículos sobre el consumo, el ahorro y la inversión, veremos los desequilibrios que termina provocando una intervención del Estado prolongada y sostenida a lo largo del tiempo, más allá de lo que corresponde a sus funciones naturales.