Camino por el valle de las sombras. Los muertos yacen a mi alrededor. Montañas de cadáveres y cuerpos mutilados. Pero yo no estoy muerto. No estoy muy seguro de dónde estoy pero sé que no he muerto aún. Debo estar en algún catre convaleciendo de mis heridas mientras permanezco en ésta especie de duermevela o delirio. No recuerdo cuándo me hirieron ni dónde, pero sé que ha sido grave. Camino entre los muertos con la sensación de haberme librado por los pelos esta vez. Veo lanzas rotas, escudos abollados y espadas melladas. Veo cuerpos desechos, sangre derramada y miembros cercenados. Muerte y destrucción. Me fijo en una espada curva ensangrentada, apartada como un signo. ¡Ah sí!, ya me acuerdo. Una cimitarra sarracena se introdujo por debajo del peto y se incrustó entre mis costillas. No pude esquivar la arremetida de ese enemigo surgido de entre las sombras en medio de la batalla. Me quitó el aliento y casi me arranca la vida. Si, ahora me acuerdo. Estamos intentando tomar Jerusalem, pero hemos sido derrotados por el ejército musulmán. Una vez, más el sabor de la derrota en mi alma…
Camino en el valle de las sombras apartando los escombros… los escombros de mi vida. No vine a Jerusalem para salvarla, para reconquistar los santos lugares, para alcanzar gloria y riquezas. Me embarqué en esta cruzada huyendo de mi vida y buscando a Dios. Huyendo de mis derrotas y buscando consuelo, huyendo de mis fracasos y buscando un resarcimiento. Pero me he encontrado con la estocada más cruel e imprevista. La herida más profunda y definitiva. Soy un soldado fiel y valeroso. Rindo vasallaje al Rey de los Cielos y al señor de la tierra que solicite mi espada, con honestidad y bravura. Pero mi hoja de servicios está repleta de campañas fracasadas y de batallas perdidas. Parece que siempre me alío en el bando equivocado o persigo objetivos inadecuados. Hastiado por mi continuado fracaso me embarqué en esta expedición, completamente convencido de que cabalgaba con el beneplácito del Rey de Reyes. Y sin embargo… Quizás Dios me ha abandonado.
El ángel del Señor me recoge entre sus alas y me transporta a otro valle. No hay cadáveres ni destrucción, sino ríos y animales corriendo por los verdes prados. El ángel me susurra al oído:
—Tus derrotas saben a humildad, tus heridas a martirio, tu llanto a cielo. No mires el resultado, solo piensa en tu esfuerzo y tenacidad y continua adelante. Nuestro Señor no mira la efectividad sino la intención y la constancia.
En mi cabeza resuena el salmo:“Tenme piedad, oh Dios, tenme piedad, que en ti se cobija mi alma; a la sombra de tus alas me cobijo hasta que pase el infortunio”. Noto que mi espíritu respira y descansa acunado en los brazos de mi Dios.
—Tu caracter se va forjando en las derrotas para que, si llegan las victorias, no olvides quién eres y de quién dependes. Si continuaras adelante por los éxitos, vana sería tu fuerza. En cada fracaso, en cada crisis, un idolo cae, un falso apoyo se derrumba, una sombra se aleja. El Señor del cielo es el que te hiere, el que te poda, el que te purifica. No quiere que seas un buen soldado, sino un soldado perfecto, implacable, sistemático. En la batalla miras a demasiados lados, estas demasiado pendiente de todo... solo mira a tu Rey. El te dará la victoria defenitiva.
Miro al horizonte dorado notando que crece dentro de mí la esperanza.
—Ahora, recobra el ánimo y… sigue luchando—me susurra el ángel mientras se eleva y se aleja en el cielo.
Un grito de dolor del catre de al lado, me saca del sueño y recobro la consciencia. Un guerrero se ha desmayado mientras le seccionan con un serrucho la mano izquierda y le cauterizan el muñón. Ha tenido suerte, podrá seguir luchando. Sobre mi frente una manos femeninas secan mi sudor. No veo a la dueña de esas manos porque está sentada detrás de mi cabeza, pero oigo su voz:
—Bienvenido al mundo de los vivos. Llevas delirando una semana. Los médicos creían que no saldrías adelante.
Es reconfortante. El mundo de los vivos. Una voz femenina. Intento hablar pero una punzada de dolor agudo me deja sin aire y boqueo como un pez.
—No digas nada. Estas muy débil. La espada del enemigo entró hasta lo más profundo. Debes guardar todas tus fuerzas para recuperarte.
...Sí. Recuperarme. Guardar mis fuerzas. Descansar. Descansar en el Señor. Refugiarme a la sombra de sus alas.
—¿En-tramos en Jerus-alem?—acierto a susurrar.
—No. Nuestros ejércitos son rechazados una y otra vez.
...Descansar. Recuperar fuerzas. Mirar al Rey.
—No importa—contesto sin abrir los ojos.—volveremos a intentarlo.


“Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto” (Jn 15, 1)