La tinta se pone más de luto que de ordinario.
No escribe: se desangra. La tristeza
y el temblor apenas me dejan enhebrar palabras
con un mínimo de aliento y de soltura.
Una millonada de abortos anuales
no me dejan respirar con normalidad la brisa,
y envenenan la esperanza de cualquiera.
Una Segunda Guerra Mundial cada año. Un exterminio
estalinista cada año. O nazi o camboyano o…
Las tinieblas se extienden por las almas
(cuesta creer que todavía siga siendo azul
el cielo cada mañana),
y esa negrura cala en la tierra, y en las avenidas.
Y en esta noche oscura de la Humanidad
contemplo las estrellas con más ahínco
y advierto las lágrimas de Dios.
La vida mutilada, asesinada sin paliativos.
Nuestra civilización, tal y como la conocemos,
agoniza, niño a niño, miembro a miembro.
El corazón del hombre planifica la muerte,
pero ya ni siquiera es por odio. Es obsceno negocio
camuflado en un millón de trápalas y eufemismos.
Y morimos todos con esas criaturas
descuartizadas como animales,
con el alma abierta en canal. Tiran sus vidas
-la Vida- a la basura, como si nada,
como si fueran una mixtura apócrifa. Sin opciones.
Muerte o muerte. Matacía. Demencia. Sacrilegio. Malicia.
Pero ese dolor puede hacer estallar la justicia divina.
Ríanse de Sodoma y de la decadencia de Roma.
Esto se acaba, no puede durar mucho
como sigamos así, por este camino que es abismo.
El mundo, tal y como lo conocemos, se marchita,
se agusana, se pudre
en irracional desenfreno y bestialidad
(cuesta imaginar el renacimiento del hombre).
Huérfano de Dios
la desnutrición espiritual conlleva
una evidente sinrazón y postrimería,
una herida purulenta, una deshumanización
de la que el aborto es el exponente más suicida.