La Iglesia y el mundo

La relación de la Iglesia con el mundo siempre ha sido complicada. El mundo, en el Nuevo Testamento, designa la realidad social que no conoce a Dios y lo rechaza, pero que es susceptible de ser evangelizada, cambiada. De ese modo, la Iglesia está llamada a hacer del mundo el Reino de Dios. Esta tarea la Iglesia la hace mediante el testimonio y la evangelización, y cambiando las realidades sociales y culturales para que reflejen la lógica del Reino, es decir, la ley del amor. Esas realidades son transformadas desde dentro, por los laicos, que son como levadura que fermenta la masa, y así influyen en su ambiente, en su trabajo, en la política, la cultura y la sociedad para que respeten la dignidad intocable del ser humano, que le ha sido devuelta por Cristo.

Al principio los cristianos eran perseguidos, pero fueron transformando el Imperio Romano desde dentro, hasta que pasaron a ser tolerados. Luego pasaron a ser religión oficial del Imperio. Y, tras la conversión de los bárbaros al cristianismo, Occidente pasó a ser la Cristiandad. La Cristiandad era un modo de concebir la Iglesia, donde lo social, lo político y lo cultural estaban intrínsecamente unidos a la Iglesia católica y a la fe cristiana. Esto desarrolló la cultura occidental al máximo, pero también llevó a errores y excesos; y sobre todo llevó a un acomodamiento de la Iglesia, que ya no veía tan claro en qué consistía su misión evangelizadora y transformadora.

El laicismo

Con la decadencia de la Iglesia y el surgimiento de la masonería a comienzos del siglo XVIII, surge un proyecto para “desincrustar” la Iglesia de la sociedad, y surge así el laicismo: independizar completamente el mundo de la Cristiandad, de la fe, de la Iglesia, de las creencias, y de las costumbres católicas. Este proyecto se realiza de un modo eminente en la Ilustración y la Revolución Francesa, que son como la primera pieza de dominó que, arrastrando a la sociedad, la política, la filosofía y la cultura, tratan de aislar a la Iglesia del mundo.

Este nuevo mundo laico, conseguido muchas veces a través de revoluciones y sangre cristiana, empieza a avanzar al margen de toda fe a través de las dos ideologías ateas que han llevado a nuestros ideas: el liberalismo y el socialismo – comunismo. Ambas tienen mucho más en común de lo que se piensa, pues ambas parten de un mundo sin fe y sin Dios, deshumanizado, que busca sólo el triunfo del factor económico y pretende ordenar la sociedad conforme a él. En esta carrera de ratas, la Iglesia se queda fuera. La reacción de los papas es paulatina. Comienzan a darse cuenta de que su misión ya no puede ser solo la unidad de la fe en la propia Iglesia, sino también orientarla en su “hacia fuera”. Por ello, comienza la doctrina social de la Iglesia, que trata de dar luz sobre las nuevas realidades sociales y políticas.

Hacia dentro, el laicismo comienza a impregnar también la propia Iglesia, de modo que surge el racionalismo eclesial, que intenta explicar todo desde la razón, y desde ahí el modernismo o intento de actualizar la doctrina de la Iglesia adaptándola al pensamiento del mundo, y de ahí el progresismo, que asegura que la enseñanza y la moral de la Iglesia deben acomodarse a este mundo laico.

Reacción de la Iglesia

El gran papa León XIII fue quien comenzó la labor ingente hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia, tratando de preservarla de las contaminaciones del mundo exterior, y tratando de iluminar desde el Evangelio al mundo nuevo que surgía, dando comienzo a la Doctrina Social de la Iglesia. Resulta “curioso” que este mismo papa fuese el que más en guardia puso al mundo y a la Iglesia frente a la masonería.

De este modo, la Iglesia de algún modo se puso “a la defensiva” frente a la infiltración modernista, y “a la ofensiva” frente al liberalismo y al comunismo ateos que minaban todo lo que la Cristiandad había construido durante siglos. Por supuesto, el mundo laico, salvo contadas excepciones, no hizo caso de lo que la Iglesia proponía en su Doctrina Social. En el interior de la Iglesia, el modernismo sobrevivía a pesar de las condenas y de las discusiones teológicas. El siglo XX vio las dos guerras mundiales, en el entorno de las cuales lo social se puso en el primer plano mundial, y también por tanto de la preocupación de la Iglesia.

En el período de entreguerras, mientras Europa era reconstruida a las puertas de la Segunda Gran Guerra, las cuestiones sociales habían quedado claras dentro del Magisterio de la Iglesia. Los papas no dejaban de alertar contra el peligro del liberalismo y del comunismo. En efecto, en 1931, el papa Pío XI en la encíclica Quadragessimo Anno critica agudamente el liberalismo y el capitalismo; en 1937 condenó el nacional – socialismo en la encíclica Mit Brennender Sorge; y también condenó el comunismo ateo en la encíclica Divini Redemptoris. Es de señalar que, a pesar de que mucha gente siga pensando que se puede ser comunista, nazi o capitalista y al mismo tiempo cristiano, el contenido de estas encíclicas sigue estando vigente y no se ha revocado.

El Concilio Vaticano II

Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el progresismo modernista volvió a surgir con fuerza en el corazón de la Iglesia. Tres partidos había en su interior. Uno, que pretendía que todo siguiera como siempre con esa actitud un tanto beligerante y condenatoria; otro, que quería una renovación acorde a la Sagrada Escritura y la Tradición que permitiera que la Iglesia volviera a sus orígenes; y otro, que pretendía que la Iglesia cambiase completamente adaptándose al mundo laicista y revisando completamente todas sus enseñanzas. Llamaremos al primero cristianismo tradicionalista, al segundo cristianismo tradicional, y al tercero cristianismo progresista.

El Concilio Vaticano II, celebrado en la década de los 60, quiso ser una renovación de la Iglesia, pero los tres partidos entrechocaron. Pronto el cristianismo tradicionalista accedió a lo que el Espíritu suscitaba en el Concilio, en el que el cristianismo tradicional – encarnado por figuras como Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger – llevó la voz cantante. El progresismo no consiguió infiltrarse en los documentos conciliares a pesar de sus intentos. Entonces fue cuando en el Concilio sucedió algo que sólo podía pasar en el siglo XX.

Con los medios de comunicación a las puertas del Vaticano, surgieron “dos” Concilios: el Concilio real que sucedía en las aulas conciliares e iba publicando los documentos, y el falso Concilio retransmitido por los progresistas a los medios de comunicación, especialmente de la mano de Hans Küng, quien ni siquiera estaba presente en el aula conciliar. Finalmente se le prohibió hablar a los medios de comunicación, pero el daño ya estaba hecho. Se vendió el Concilio Vaticano II como un concilio progresista que iba a cambiar completamente los fundamentos de la Iglesia. El progresismo modernista alzó la cabeza entusiasmado, hablando de un fantasma: el “espíritu” del Concilio.

Cuando terminó el Concilio, se fue viendo con claridad cómo el verdadero Concilio no era el que se había vendido a los medios de comunicación. El Vaticano II renovó la Iglesia desde las fuentes de la Tradición y la Escritura, y dejó que el aire fresco del Espíritu llenase de nuevo la Iglesia. No cambió ningún dogma ni ningún aspecto de la moral de la Iglesia. Pero el posconcilio fue otra cosa. Los progresistas intentaron forzar el cambio en la Iglesia que el Concilio no había efectuado, y las tensiones internas llegaron a su extremo.

El posconcilio

En los siete años posteriores al Concilio, 69.000 sacerdotes abandonaron el sacerdocio. 70.000 religiosas abandonaron la vida consagrada, y 30.000 religiosos, monjes y frailes, colgaron los hábitos. Las Universidades Católicas quedaron plagadas de modernismo, y el ambiente de las comunidades eclesiales se fue haciendo cada vez más mundano. Comenzaron a proliferar antiguas herejías, como las que decían que Jesús era sólo un hombre, o que la Eucaristía era sólo un símbolo. Muchos sacerdotes, obispos y teólogos comenzaron a enseñar una moral contraria a la de la Iglesia, especialmente en lo que se refiere al ámbito sexual. Surgieron, por así decir, dos Iglesias: la tradicional y la progresista, paralelas y en conflicto, que llevaron a una inmensa desilusión a la gente, que ya no encontraba un Iglesia con identidad. Esto llevó a una inmensa apostasía silenciosa: millones de antiguos católicos abandonaron la fe y la Iglesia.

Otros muchos se quedaron viviendo una fe tibia, o una moral anticristiana, mientras la teología de la liberación intentaba conciliar el comunismo – condenado por la Iglesia – con el cristianismo. Los intentos de san Pablo VI por contener el dique fueron inmensos, aunque en apariencia infructuosos lo cual le ganó – a mi parecer – la santidad de vida. Juan Pablo I ofreció su vida por la Iglesia, y su sacrificio personal fue aceptado, dando así paso a – en mi opinión – el papa más grande que ha tenido la Iglesia Católica: Juan Pablo II.

Juan Pablo II Magno

Bajo su pontificado se afianzó el cristianismo tradicional, se redujeron los extremismos, el progresismo agachó la cabeza, las vocaciones sacerdotales se dispararon, el entusiasmo por la Iglesia, aún a pesar de la secularización, creció. Los movimientos se convirtieron en una corriente de renovación de la Iglesia, las parroquias se revitalizaron, la teología se clarificó, la Iglesia se volvió sólida, si bien seguía habiendo retoños de tradicionalismo y progresismo. Es imposible enumerar el bien que hizo san Juan Pablo II a la Iglesia y al mundo. Hablamos del segundo pontificado más largo de la historia – excluyendo el de san Pedro.

Simplificando mucho, podemos decir que en los últimos años del Pontífice, el progresismo fue levantando la cabeza, como las hienas que se acercan a una presa moribunda, al tiempo que la corrupción también afectaba a las más altas esferas de la Iglesia, En el entretanto, sin que los papas lo supieran, grupos de pederastas se habían infiltrado en los seminarios de algunas regiones del mundo, dando lugar después a los consabidos abusos que fueron ocultados por máximos exponentes de la Iglesia, quizá también involucrados en la trama.

Benedicto XVI y la conjura contra la Iglesia

A la muerte de san Juan Pablo II, el gran Joseph Ratzinger – Benedicto XVI – toma el relevo y trata de consolidar todo lo que su predecesor había conseguido. Sus propios colegas alemanes se volvieron contra él, lo cual fue como el pistoletazo de salida para que el progresismo modernista alzase de nuevo la cabeza sin rubor ante un papa que parecía pequeño. En perfecta coordinación, durante el año sacerdotal convocado por el papa durante los años 2009 a 2010, se hicieron públicos los casos de pederastia que se conocían por parte de los detractores de la Iglesia y que eligieron precisamente ese año para hacerlos públicos, tratando de minar la autoridad del papa y de toda la Iglesia, y tratando así de asestar un golpe mortal a la moral católica.

En efecto, fue en ese año cuando diversas investigaciones en países como Irlanda, Alemania, Austria, EE. UU. y otros, surgieron “casualmente” a la luz justo al mismo tiempo. El omnisciente ChatGPT nos dice:

“Algunos analistas sugieren que grupos con intenciones ideológicas contrarias al catolicismo podrían haber aprovechado las debilidades estructurales de la institución para socavar su autoridad moral. Algunas teorías sugieren que hubo intentos deliberados de infiltrar a personas con malas intenciones en la Iglesia. Por ejemplo:

  1. a) Ideologías anticatólicas:

Durante el siglo XX, en contextos marcados por la lucha ideológica, como la Unión Soviética, algunos expertos en historia han sugerido que los servicios de inteligencia comunistas pudieron infiltrar a personas en la Iglesia para desacreditarla desde dentro.

  1. b) Movimientos de subversión moral:

Se ha señalado que ciertas corrientes internas durante y después del Concilio Vaticano II (1962-1965) pudieron haber relajado los estándares morales, permitiendo la entrada de personas que no vivían conforme a los principios cristianos”.

En 2013 el gran Benedicto XVI renuncia al pontificado, exhausto y convencido de que será de mayor utilidad en un vida oculta y de oración. El cristianismo progresista y modernista está en su apogeo, la autoridad moral de la Iglesia ha sido socavada y el clima de inestabilidad es propicio para su ataque. En este contexto surge el papa Francisco quien trata de vivir un pontificado completamente diferente a los que ha habido hasta ahora, más descentralizado, sinodal, y sin un énfasis tan fuerte en la unidad dogmática y moral. 

El resurgir del progresismo

Aprovechando esta nueva coyuntura, y – en mi opinión –, aprovechándose del Papa Francisco y su nuevo estilo y malinterpretándolo deliberadamente, resurge de nuevo este intento de rehacer la Iglesia a imagen y semejanza del mundo.

El mundo se ha rehecho como ha podido tras su laicización, en torno a los polos del comunismo y del liberalismo. La cultura del consumismo, de la hipersexualización y de la muerte han tomado las plazas fuertes de todo el planeta. Las nuevas ideologías, particularmente las ideologías de reconstrucción del hombre – como la ideología de género o el transhumanismo –, presionan con fuerza en todas las sociedades. Todo eso se convierte en una presión sobre la Iglesia que los modernistas saben aprovechar.

Tratando de ignorar absolutamente el legado de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI, el progresismo vuelve a invocar los principios que no triunfaron en el Concilio. Y se da a sí mismo un fundamento pseudo – teológico.

Fundamento pseudo – teológico del progresismo

Se asegura que el dogma evoluciona y cambia, y que la moral que se había enseñado hasta ahora en la Iglesia estaba tan condicionada por su época que no podía expresar lo que verdaderamente quería Jesús. Se señala que el Magisterio de la Iglesia no es inmutable, y, al mismo tiempo que se propone que este magisterio cambie, se favorece la independencia respecto de él, asegurando que cada persona puede hacer libremente lo que quiera sin estar sujeta a la enseñanza del magisterio. De este modo se da una estocada genial; pues, si el magisterio cambia, se pueden basar en él para apuntalar sus tesis; pero, si no cambia, se puede apelar a la “libertad de conciencia” respecto del Magisterio. Siempre gana la tesis progresista.

Expliquemos que la “libertad de conciencia” esgrimida por el modernismo no se refiere a lo que el Catecismo define como tal, sino a una elección no razonada conforme a los propios deseos e inclinaciones. Es decir, se trata de dejarse arrastrar por las propias pasiones u opiniones no fundamentadas. Bajo la capa de la “libertad” se llama a la desobediencia, e incluso a la rebeldía.

Se llega a decir incluso que la Sagrada Escritura – incluido el Nuevo Testamento – fue escrito bajo las presiones de la época y que por eso contiene una moral sexual “rígida” y restrictiva; el mensaje de Jesús, según esta fundamentación pseudo – teológica, trasciende incluso a la propia Escritura. De este modo se puede aceptar como moral incluso lo que el Nuevo Testamento declara inmoral, como las relaciones extramatrimoniales o las prácticas homosexuales, o la ideología de género, o incluso el aborto.

Pro bono pacis

Con esta falsa fundamentación comprendemos la infiltración de la ideología de género, la ideología woke, el intento de suplantar la teología por ecología, la justificación del pecado, la falta de claridad en las expresiones, etc.

Esto ha llevado a una Iglesia más polarizada que nunca, al igual que el surgimiento de los extremismos de izquierdas nos ha llevado, en occidente, a una sociedad más polarizada que nunca. Nuestros pastores intentan evitar el desgarramiento de la túnica de Cristo, y por ello, salvo algunas excepciones – una loables y otras deleznables –, intentan no tensar más las cosas.

San Agustín, como explicó muchas veces Benedicto XVI, defiende el principio de “tolerare pro pace”, basándose en el principio del derecho romano “pro bono pacis”. En español se interpretaría así: tolerar a los malos para mantener el bien de la paz.

Este es el principio que muchos pastores están aplicando: con tal de mantener el bien de la paz y de la “unidad” en la Iglesia, prefieren tolerar que denunciar, y hablar con un lenguaje más incluyente para que todos los afectados por el modernismo no se aparten de la comunión visible de la Iglesia. No seré yo quien juzgue esta actitud, ni la innegable buena intención que hay detrás de ella.

En el entretanto, el cristianismo tradicional sigue defendiendo lo mismo que en el Concilio: la Iglesia ha sido renovada, pero esa renovación no significa innovación. No se trata de cambiar la moral o los dogmas, sino de cambiar nosotros y nuestro modo de estar en el mundo.

Ese estar-en-el-mundo de la Iglesia tiene siempre un factor contracultural sobre todo en relación con las proposiciones sociales y políticas de carácter moral que atentan contra la dignidad inviolable del ser humano: aborto, eutanasia, ideología de género, depredación capitalista, lucha contra la religión, etc. Esto lleva a que el cristianismo tradicional choque, por una parte, con el mundo; y, por otra parte, con el progresismo modernista infiltrado en la Iglesia. 

Enredados en las redes

La proliferación de las redes sociales ha llevado a que exponentes de este modernismo progresista hayan tenido un gran altavoz y hayan influido en la Iglesia, incluso en altos niveles de la misma.

En el contenido publicado por estas personas se ve claramente la fundamentación pseudo – teológica de sus afirmaciones, basadas en una pre - comprensión de la voluntad de Jesús más allá de la propia Escritura, en la libertad de conciencia mal interpretada y en la primacía de la emoción como criterio de discernimiento. Su influencia en los medios ha valido para que algunos de ellos – y algunas de ellas – hayan sido nombrados incluso para puestos en altos estratos de la Iglesia.

Por otra parte, muchos cristianos tradicionales – que no tradicionalistas – también han desarrollado una presencia en redes sociales para hacer frente – con mayor o menor acierto, como es mi caso –, por una parte, a las ideologías mundanas, y, por otra, a la penetración del progresismo en la Iglesia.

Esto ha llevado a la situación actual en la que, por desgracia, aparecemos como una Iglesia dividida donde parece que todo vale y toda opinión tiene cabida. En este contexto, las palabras del Santo Padre son muchas veces reinterpretadas para sustentar las opiniones de quienes pretenden socavar la integridad dogmática y moral de la Iglesia.

Vaya por delante que estas personas son buenas y están convencidas de estar haciendo un bien a la Iglesia. No buscan la destrucción, sino la integración; y están legítimamente preocupadas por “reinsertar” la Iglesia en el mundo, y al mundo en la Iglesia. Su fallo estriba en el desconocimiento y la falta de fundamentación teológica de sus planteamientos; y también en rehuir el conflicto con el mundo. En efecto, en los tiempos de la generación de cristal, se prefiere huir de la confrontación y transigir al máximo con tal de mantener una imagen de apertura sin límites y de minimizar el aspecto contracultural inherente a la fe.

Sin embargo, con sus intentos lo que consiguen es desdibujar la unidad de la Iglesia y confundir al mundo y al pueblo fiel, dando a entender que son verdad cosas que no lo son. La inevitable reacción de los cristianos tradicionales – y tradicionalistas – ante este totum revolutum ha hecho más acuciante esta polarización y la necesidad perentoria de una palabra de autoridad.

Nuestros pastores están luchando por la unidad de la Iglesia, no sólo por mostrarla en apariencia sino por realizarla de verdad, y se mantienen en ese “tolerare pro pace”, paciente y misericordioso, que muchos no entienden. Lo que no sé es si esa actitud deberá cambiar en algún momento, cuando la situación realmente pueda hacerse insostenible o la confusión llegue a extremos que deban ser atajados por el bien del pueblo de Dios. 

Conclusión

Espero que con este artículo queden claras algunas cosas. La primera, que el modernismo progresista no es una corriente más dentro de la Iglesia, sino una infiltración de pensamiento laicista que puede destruir los fundamentos de los dogmas y de la moral de la Iglesia, y que por tanto no debería tener cabida en ella.

La segunda, que el cristianismo tradicional es el que debe propiciarse e impulsarse en la Iglesia.

La tercera, que no hemos de evitar el componente contracultural propio del Evangelio.

La cuarta, que la situación actual no es culpa del Concilio o los papas, sino del laicismo que ha penetrado en la Iglesia y que es tolerado “pro bono pacis”.

La quinta, que el mundo actual está por evangelizar, y que no lo haremos mientras no volvamos a la unidad en el fundamento de la fe y de la moral cristianas.

Espero que estas líneas ayuden a comprender la situación actual y nos ayuden para acertar. Pues la Iglesia permanece mientras el mundo cambia.