Para Dios todo es posible. Algunos se preguntan si Dios le puede dar todo lo que quiera y más aún. Ese es el estigma de nuestra sociedad actual. Somos tan ricos que todo nos parece poco. Cristo nos tiende la mano y nosotros nos retiramos, porque tememos perder aquello que no nos satisface. Porque las riquezas no satisfacen, por mucho que sirvan como analgésico al doloroso vacío que llevamos dentro. No nos quedemos en lo superficial del entendimiento de la pobreza y la riqueza. Pensemos en José de Arimatea o en Lázaro. Ambos no eran pobres de lo material y seguían a Cristo sin dudarlo. Cristo lloró por Lázaro. Entonces ¿Qué riqueza es la que impidió al Joven Rico seguir a Cristo?
Lo de “vende cuanto tienes”. ¿Qué quiere decir esto? No lo que a la ligera admiten algunos. El Señor no manda que tiremos nuestra hacienda y nos apartemos del dinero. Lo que Él quiere es que desterremos de nuestra alma la primacía de las riquezas, la desenfrenada codicia y fiebre de ellas, las solicitudes, las espinas de la vida, que ahogan la semilla de la verdadera Vida. Si no fuera así, los que nada absolutamente tienen, los que, privados de todo auxilio, andan diariamente mendigando y se tienden por los caminos, sin conocimiento de Dios y de su justicia, serían, por el mero hecho de su extrema indigencia, por carecer de todo medio de vida y andar escasos de lo más esencial, los más felices y amados de Dios, y los únicos que alcanzarían la vida eterna. […]
¿Qué nos indica y enseña como cosa eximia el que es, como Hijo de Dios, la nueva criatura? No nos manda lo que dice la letra y otros han hecho ya, sino algo más grande, más divino y más perfecto que por aquello es significado, a saber: que desnudemos el alma misma de sus pasiones desordenadas, que arranquemos de raíz y arrojemos de nosotros lo que es ajeno al espíritu. He ahí la enseñanza propia del creyente, he ahí la doctrina digna del Salvador. Los que antes del Señor despreciaron los bienes exteriores, no hay duda de que abandonaron y perdieron sus riquezas, pero acrecentaron aún más las pasiones de sus almas. Porque, imaginando haber realizado algo sobrehumano, vinieron a dar en soberbia, petulancia, vanagloria y menosprecio de los otros. (Clemente de Alejandría. ¿Quién es el rico que se salva?)
Mirémonos a nosotros mismos y localicemos la avaricia y la soberbia. Estas pasiones saben ocultarse detrás de mil disfraces de humildad. Localicemos aquello que nos lleva a presentarnos por encima de los demás. Encontremos ese deseo oculto de sentirnos líderes y conductores de los demás. ¿Y si los demás no nos hacen caso? Por desgracia hay muchas personas que necesitan de ídolos vivos que les antecedan y que sirvan a sus ideologías con docilidad. Tristemente, nuestra soberbia nos hace aceptar ese papel de segundos salvadores que son reclamados por las “masas”. Masas que en el fondo nos utilizan y al mismo tiempo nos destrozan sin piedad alguna. Esta es la riqueza que nos aleja de Cristo. La riqueza de sentirnos elegidos y vitoreados por los demás. La riqueza está tanto en quien acepta el papel de segundo salvador como en quienes deciden “contratar” un “representante” que les haga sentir respaldados. Nuestra soberbia nos puede con demasiada frecuencia. Sentirnos alabados y reclamados, nos lleva dejarnos mover como peones en el tablero de juego. ¿Y si no seguimos a las masas? Si no somos líderes, seremos ignorados. ¿Quien quiere un líder que no reciba las puñaladas que no queremos recibir nosotros? ¿Y si ya éramos considerados como líderes?Entonces, como le pasó a Cristo, seremos linchados por traicionar la ideología que debíamos que adorar y promocionar por todos los medios.
La mayor de las riquezas es la confianza en Cristo y la esperanza en la Divina Providencia. Somos verdaderamente ricos, cuando dejamos el puesto de relevancia y empezamos a ayudar desde abajo a los demás. Ayudarles a que sean responsables de sí mismos. La humildad conlleva paciencia y confianza. En palabras de Clemente de Alejandría: “desnudemos el alma misma de sus pasiones desordenadas, que arranquemos de raíz y arrojemos de nosotros lo que es ajeno al espíritu”. La riqueza de Cristo se manifiesta en nosotros como paz de corazón. Paz incluso si vemos que todo se derrumba a nuestro alrededor.