Escribe Bernard Dumont en Catholica, a propósito del libro recientemente publicado por Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro con motivo del aniversario del Concilio Vaticano II, que la Iglesia se enfrenta a dos nuevas situaciones, inéditas en su historia, y cargadas de tremendas consecuencias.
Por un lado, se encuentra sometida a la vigilancia por parte de los medios de comunicación que se constituyen en una instancia ajena y casi diríamos hostil que se arroga la autoridad para juzgar acerca de los actos y palabras de la Iglesia. Así, escribe Dumont, la Iglesia queda sometida al control de elementos extraños que autoinvestidos del derecho de juzgar lo que le conviene o no a su vida interna. Ya no nos encontramos sencillamente en el caso de una religión confinada en el ámbito privado sino que, en un paso más, se trata de una subordinación de la religión a los intereses de poderes externos. Y sigue Dumont señalando que no estamos lejos, desde esta perspectiva, del caso de la iglesia patriótica en China, con todos los matices necesarios.
Por otro lado, la Iglesia, desde hace unas décadas, hace un esfuerzo por utilizar palabras y categorías que provienen de ámbitos ajenos a ella, como es el caso de la sociología, las ciencias políticas, la psicología. Esto es algo nuevo, pues la Iglesia siempre había definido el lenguaje con el que hablaba y enseñaba. El hecho de utilizar palabras, a menudo poco claras y equívocas, que la Iglesia no define, que han nacido en un contexto ajeno, hace que a menudo la Iglesia tenga enormes dificultades para conseguir comunicar con claridad su enseñanza. El fenómeno es evidente cuando pensamos en cómo la Iglesia asume cierto lenguaje para después tener constantemente que aclarar que se refiere al concepto en su variante verdadera o auténtica: así, se habla de verdadera democracia, auténtica libertad, sano laicismo, pero el mundo sigue comprendiendo esos conceptos en sus acepciones ni verdaderas, ni auténticas, ni sanas, con lo que la confusión entre los fieles no es de extrañar.