El pasaje evangélico, a que se refiere esta glosa, es bien conocido. Dice así: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24-25). Y uno se pregunta: ¿Y que pasa con los que guardando los mandamientos, no tienen el suficiente valor o decisión para seguirle? ¿Se condenan? Desde luego que no. Si el Señor declaró que: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ame, será amado de mi Padre; y yo le amaré y me manifestaré a él”.  (Jn 14,21). Hay muchos tamaños de amor al Señor y un de ellos es limitarse a cumplir sus mandamientos. Una cosa es aceptar la cruz de cada uno por amor al Señor y otra distinta es abrazar la cruz, por loco amor a Él. Tomando términos escolares, diremos que una cosa es buscar un simple aprobado y otra aspirar a una elevada nota y no conformarse con el aprobado. En la historia de la cristiandad, ha habido almas y sigue habiéndolas que es tal su amor al Señor que cuando todo los sale bien, lloran porque creen que el Señor no las ama. El hecho de que desgraciadamente, estemos tan lejos de esa situación, no nos autoriza a pensar que eso no existe. ¡Quien tuviera la dicha, de alcanzar ese grado de amor!

        Por lo tanto el mínimo necesario e imprescindible, para superar la prueba de amor, que es a lo que hemos venido a este mundo, con un aprobado; Solo basta el cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios. Pero conviene recordar que en la vida material humana, siempre es bueno aspirar al menos a lo más para asegurarse que uno va a quedar cuanto menos en un simple aprobado.

         Los Mandamientos de la Ley de Dios, es claro que traen su antecedente en las Tablas de la Ley que el Señor, entregó a Moisés (Ex. 20, 117). En el parágrafo 2.054 del Catecismo de la Iglesia católica se nos dice que: “Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la “justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos” (Mt 5,20), así como la de los paganos (Mt 5,46-47). Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: “Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás [...]. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal (Mt 5,21-22).

       Plenamente relacionada con los diez Mandamientos, se encuentran la abstención que hemos de tener  para guardarnos de no caer en cualquiera de los siete pecados capitales, que conviene recordar que son: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y soberbia. El origen de esta lista emana desde luego del contenido evangélico, pero el Señor así como relacionó, por ejemplo las bienaventuranzas, no relacionó tampoco los llamados pecados capitales, que implícitamente se encuentran dentro del contenido de los Mandamientos de la Ley de Dios. El origen de esta lista que está también relacionada en el Catecismo de la Iglesia católica, se encuentra en una relación del monje Evragio del s. IV que posteriormente fue relaborada y difundida por San Juan Casiano en el s.V. Con posterioridad el papa San Gregorio Magno, redujo la lista inicial de ocho, a siete pecados.

       Se denominan también pecados mortales porque son los que matan el alma, en cuanto cortan su relación con Dios. Esta relación con Dios puede ser restablecida, mediante el sacramento de la penitencia, siempre que medie un sincero  arrepentimiento y propósito de la enmienda, así se restablece el estado de gracia o amistad con el Señor. En caso contrario si uno sale de este mundo sin admitir la amistad y el amor de Dios, su irremediable fin, todos sabemos cual es.

        Pero como antes decíamos, Los Mandamientos son un mínimo, y es peligroso funcionar con mínimos necesarios. Tenemos que ser ambiciosos, soñar e intentar un máximo, para que así al menos consigamos un mínimo que nos salve, tal como ya antes hemos dicho. Porque sí de entrada somos tacaños y nos limitamos solo a dar, lo que consideramos el mínimo estrictamente  indispensable para pasar la prueba, estemos seguros que nunca la superaremos, porque en esta vida el que camina bordeando algo termina por traspasar el borde que quiere evitar. Hemos de entregarnos generosamente, entre otras razones porque no olvidemos que la naturaleza de la prueba es de amor, y el que pone límites a su amor, decididamente es incapaz de amar debidamente, porque el amor para que sea auténtico demanda siempre una entrega absoluta, generosa sin límite alguno.

  Limitarse a cumplir estrictamente los mandamientos, sería como caminar, por el borde de la frontera o línea entre la salvación y la condenación. Y si al final, el saldo que se le ofreciese al Señor, fuese solo el de haber cumplido sus mandamientos, pocos méritos le podríamos presentarle, si tenemos en cuenta lo mucho que podemos hacer, en relación con lo poco que hacemos. Como antes decíamos, es algo bien sabido, que el que vive y camina al borde, termina al final traspasando la línea de ese borde. Y en materia espiritual, con más razón, hay que vivir alejado del borde, ya que todo ser humano, tiene continuamente a su lado la tentación, personificada por el maligno, que siempre está pendiente de aprovechar la más mínima oportunidad, para darnos un empujón que nos obligue a traspasar el borde.

      Por lo que, tal como comentan los toreros y novilleros, resulta siempre peligroso, nunca es bueno dejar uno que se le acerquen mucho, los pitones del toro. El que juega con fuego termina quemándose. En la vida es siempre prudente, en todos los asuntos que nos conciernen, tomarse siempre en todo, un margen de seguridad, y no digo ya nada, en relación al principal asunto, que tenemos entre manos, y que es en el que más nos jugamos: ¡La salvación eterna!

     El Señor nos ha señalado unas normas de mínimos, pero no nos ha puesto coto alguno a los máximos que queramos realizar. El nos invita a que nos neguemos a nosotros mismos, a que tomemos muestra cruz y le sigamos. Y uno se pregunta: ¿Y esto como se hace? Hay una forma muy sencilla que es la de imitarle, porque imitar es amar. El que ama imita y si nosotros queremos amar al Señor lo que debemos de hacer es imitarle. Y para ello no hay otro camino, que apegarnos al contenido de los Evangelios, porque los Evangelios, es nuestro manual de ruta. Los Evangelios no solo contienen los diez mandamientos de la Ley de Dios, sino otras muchas cosas más como son relatos, parábolas, milagros y sobre todo consejos y aseveraciones que nos señalan el camino que hemos de seguir para negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguir al Señor.

       Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

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