La humanidad se ha ido haciendo consciente del problema social de los marginados, de aquellos que quedan al margen de la vida económica, social o cultural, de los que ven la marcha de la sociedad desde el margen de un camino al que no pueden o no se les permite acceder.
Son muchos los que se encuentran en esta lamentable circunstancia. Se empieza a reaccionar buscando cómo incorporar¬les a la sociedad. Son casos muy varios: parados, subnormales, drogadictos...
Es grave que unos hombres queden marginados por otros. Infinitamente más grave es que los hombres marginemos a Dios. Otra vez va apareciendo una sociedad que se quiere construir sin Dios, sin hacer referencia a él, sin tenerle en cuenta.
Somos libres para hacerlo. Esta capacidad es una connotación de la posible grandeza o miseria del hombre.
Pero los católicos sabemos que una tal sociedad no tiene salida; no puede resultar positivo lo que para Dios es absurdo: prescindir de quien creó al hombre y sigue siendo, aunque éste no quiera admitirlo, su único fin. También para cualquier nación, toda actuación sin sentido acaba en tragedia.
Otra vez nos rodea la tentación de ser árbitros del bien y del mal, de decidir lo que es bueno o malo. Y no se puede ir contra las leyes naturales sean físicas, sean morales sin autodestruirse. Hay que admitir que la legislación positiva tiene un cauce que no limita, sino que dirige con acierto sus acciones, que es la ley natural.
No podemos caer en un antropocentrismo absoluto, buscando en nosotros mismos la explicación de todo; pretendiendo ser el hombre la finalidad de todo, incluso de sí mismo.
Cuando alguien, sin tener un camino trazado, ha de ir haciéndolo por el campo o por el mar, no se pregunta a sí mismo, cerrando los ojos al exterior, por dónde debe ir, sino que busca puntos de referencia fuera de él para saber dónde se encuentra y hacia dónde se ha de encaminar. Durante siglos, los navegantes y los hombres del desierto han buscado en la referencia extramundana de las estrellas una orientación segura para su caminar en este mundo. Más lógico es buscar fuera del mundo trascendencia un camino para nosotros en este mundo.
Esa referencia al Dios de quien venimos y al Dios a quien nos encaminamos sigue siendo elemental para el hombre o la sociedad que no quieran perderse en un absurdo caminar en círculo sin ir a ninguna parte.
Si ese centrarse del hombre en sí mismo del que hemos hablado fuera interiorización, ésta le llevaría al Espíritu, a la conciencia de hijo. Se centraría, en definitiva, no en sí, sino en el Dios que le es más íntimo que su propia conciencia. Pero no es eso lo que sucede, sino que el hombre se constituye en centro del mundo, de la moral, de los valores, sin reconocer nada superior a él que le supere y le centre y le dé sentido, sin bucear en el interior de su propia conciencia.
Realiza la obra que Dios quería dominar la tierra , pero olvidándose de Dios. Esto le conduce a una situación ambigua: de una parte domina la creación, mediante la aplicación de la técnica, fruto de su inteligencia; de otra, es poseído por su propia obra, se hace esclavo de la técnica. Al ser incapaz de interiorización y contemplación, es llevado al activismo desbordante y, al fin, a la incultura, evidente entre otras cosas en la esquizofrenia en la jerarquía de valores, que está derribando todo equilibrio.
Es la triste ironía del hombre ordenador de todo, menos de sí mismo; árbitro de todo, pero inseguro de sí.
Ahora se insiste mucho en el carácter relacional de la persona, pero se ahoga la más fundamental relación del hombre: la relación con Dios. Relación que es filial desde que el Hijo de Dios encarnado ha dado plenitud de valor al proyecto divino de constituir una humanidad filial. La persona del Hijo ha comunicado su relación filial a la humanidad que ha asumido. La naturaleza humana de Jesús le ha dado un rostro plenamente filial. No se trata de que el hombre haya de construir su relación básica la filiación divina sino que basta que la reconozca y obre en consecuencia.
Jesús ha puesto la realidad filial que le es propia como fundamento de la existencia profunda de los hombres. Éstos no pueden prescindir de aquélla sin destruir su propia identidad, porque la humanidad ha sido recreada, confiriéndole una nueva realidad que la dirige hacia Padre.
Ésta es la tarea de todo hombre: ir realizando en sí la imagen del Hijo, que le sitúa a la vez en una doble e importante realidad: como hijo del Padre Dios y como hermano de los hombres, con las consecuencias y compromisos que ambas conllevan.