En cierta ocasión, siendo Raimundo[1] aún joven, unos alumnos y amigos le pidieron que escribiera algo sobre Derecho. Escribió un Tratado del Derecho. En su original prefacio explica su método, la división de su trabajo, y termina con estas palabras: "Lector, sé bondadoso conmigo; mira mi intención, y no me muerdas con excesivo veneno. Las cosas útiles atribúyeselas a Dios; si te parece que hay cosas inútiles, es porque mi trabajo es erróneo o porque tú no lo comprendes...., corrígeme con cortesía".
Estas palabras nos permiten entrever un poco de su psicología: era buena gente y de buenas intenciones, pero bastante tímido. Las críticas con excesivo veneno le hacían daño porque era un hombre de paz. Los enredos y maquinaciones de los compañeros, sobre todo de sus colegas en el profesorado universitario, le hacían huir refugiándose siempre donde encontrara un hueco de paz. Pedía que le corrigieran con cortesía pero dejaba caer para ciertos críticos pretenciosos una fina ironía: “quizás tú no lo comprendas”. Era un hombre tímido y humilde pero no un pan sin sal.
Pese a su carácter, fue elegido Maestro General de la Orden en 1238. Fue el tercer Maestro, sucediendo a fray Jordán de Sajonia. Este había muerto en el mes de febrero de 1237 con lo que no dio tiempo a preparar el capítulo electivo en el Pentecostés de ese año. Las noticias en aquella época no corrían como ahora y, por otra parte, los viajes a pie entre octubre y abril eran difíciles y peligrosos ya que en el centro de Europa y en las altas montañas alpinas la nieve y la lluvia empantanaban los caminos. La Orden estuvo, pues, sin cabeza casi un año y medio.
En el Capítulo General de 1238 se observó por primera vez una ley preventiva bastante rigurosa impuesta por las Constituciones de Jordán de Sajonia con el fin de que no se multiplicasen los escrutinios. Esta ley, que debía cumplirse bajo pena de excomunión, consistía en no suministrar alimento a los frailes capitulares hasta que no fuera elegido el Maestro de la Orden, y obligaba también a los frailes del convento donde se celebraba el Capítulo. Sin duda era el medio más seguro de activar la elección. El método produjo tan buenos resultados que fue adoptado en la Iglesia sobre todo para la elección del Sumo Pontífice.
Esta ley fue rigurosamente observada para la elección de san Raimundo como Maestro de la Orden. Según la leyenda de Leandro Alberti[2], dos hombres ilustres se repartían los votos de los capitulares: Hugo de San Caro y san Alberto Magno. Los franceses votaban a Hugo de San Caro y los alemanes a san Alberto. Los electores de las otras nacionalidades favorecían a uno u otro de los candidatos. Cansados de esta lucha estéril, los frailes se retiraron y ordenaron oraciones ante la tumba de santo Domingo. Al día siguiente, todos famélicos, eligieron en el primer escrutinio a San Raimundo, cuyo nombre no había sonado la víspera. Sin embargo, según la versión de Esteban de Salagnac, testigo presencial, no hubo ni violación del cónclave ni división tortuosa; la elección se hizo según las costumbres de la Orden, pacífica y rápidamente.
En el momento de la elección san Raimundo se encontraba en su convento de Barcelona, ajeno a todo. Se temía seriamente que renunciase al nombramiento. Por eso los frailes le enviaron una delegación del Capítulo para convencerle de que debía aceptar. Esta delegación estaba compuesta por Hugo de San Caro, Provincial de Francia, Fr. Pons Spara, Provincial de Provence, Fr. Esteban, ex-Provincial de Lombardía, Fr. Felipe, ex-Provincial de Tierra Santa, junto con otros frailes. Fr. Raimundo opuso la más viva resistencia alegando su edad (andaba por los sesenta), sus enfermedades, su indignidad sobre todo. Pero a fuerza de súplicas, vencido por el temor de dañar la paz de la Orden, dio su consentimiento.
Raimundo de Peñafort nació en Barcelona, en el castillo de Pañafort, hacia el año 1175. Nos dicen los cronistas que era casi centenario cuando murió (+ 1275). Su juventud fue grave y estudiosa. A los veinte años ya había terminado los estudios liberales. Queriendo comunicar a los pobres el tesoro de su ciencia, se hizo profesor a título gratuito. Sus lecciones y sus ejemplos de virtud atrajeron a muchos discípulos. Pero esta ciencia no le bastaba. Por eso se fue a Bolonia.
En Bolonia estudió el derecho civil y canónico. Obtuvo la licencia y enseñó allí durante tres años en medio de los aplausos de los escolares. El derecho fue siempre su ciencia preferida. En Bolonia como en Barcelona sus cursos eran gratuitos. Por eso los magistrados de la ciudad decidieron asignarle cada año una cierta suma de dinero.
Grave y desinteresado, Raimundo es el hombre de estudio, hombre de leyes y austero. Es el hombre justo que avanza derecho por su camino sin jamás desviarse, fijando sus ojos en la ley eterna. Su fama que ya iba en aumento le sacó pronto de sí mismo y de sus elucubraciones. En 1219 el obispo de Barcelona, Berenguer de Palau, pasó por Bolonia para convencer a Raimundo de que regresara a su patria. Raimundo no quería. Los magistrados de la ciudad y los escolares se mezclaron en este asunto para tratar de retenerle en esta ciudad. Pero el obispo venció. Por esos días toda la Universidad de Bolonia estaba conmovida por la predicación de los primeros dominicos, en especial del beato Reginaldo de Orleans. Raimundo en su ensimismamiento jurídico no fue sensible ni a esta predicación ni a la novedad de vida que Santo Domingo estaba alumbrando.
El obispo, acompañado ya por Raimundo, fue a Viterbo, lugar donde residía entonces el Papa Honorio III. Allí precisamente se encontraron con santo Domingo. El obispo le pidió algunos frailes para fundar un convento en Barcelona. En ese mismo año llegaron los dominicos a Barcelona. A su regreso, el obispo nombró a Raimundo canónigo de la catedral catalana. Ejerció ese cargo junto con la tarea de la enseñanza y de la dirección espiritual, dando muestras de austeridad de vida y de una piedad sincera. El encuentro personal con Santo Domingo debió removerle algo en sus entrañas. De hecho, poco después, el Viernes Santo de 1222 llamó a la puerta del convento dominicano de Barcelona para pedir el hábito de la Orden. Tenía entonces cerca de 46 años.
Además del sentimiento profundo de su vocación personal, parece, si creemos a Pedro Ferrando -autor contemporáneo de san Raimundo-, que su entrada en la Orden estuvo motivada por un suceso que no carece de originalidad. Uno de sus penitentes le contó su deseo de entrar en la Orden, pero Raimundo lo desvió de su propósito. Después le entraron escrúpulos, y temiendo haber actuado contra la voluntad de Dios cambió su decisión y exhortó a su penitente vivamente a entrar en la Orden siguiendo el impulso de la llamada divina. Pero el penitente ya no quiso escucharle. Raimundo, creyendo que había podido dañar a la Orden privándole de un candidato decidió tomar el hábito en su lugar. Era una cuestión de justicia conforme al espíritu de san Raimundo.
En esta época las ciudades de Córdoba, Sevilla y Granada estaban ocupadas por los árabes. Los Moros de España daban la mano a los de África. Los piratas árabes atacaban sin cesar las costas del Mediterráneo marchándose cargados del botín y llevándose prisioneros a numerosos cristianos convertidos en esclavos. A estos prisioneros les esperaba con frecuencia una vida de torturas y privaciones, trabajos aplastantes, horribles suplicios y, con frecuencia, una muerte cruel. La cristiandad gemía sin poder encontrar un remedio a este problema. En España, sobre todo, donde triunfaba el enemigo, la desolación era más grande. Este problema preocupaba a Raimundo ya antes de entrar en la Orden; y trató de buscar un remedio a estos males. Por su fama de sabio y de santo pudo ponerse fácilmente en relación con el rey Jaime I de Aragón, hombre de alma caballeresca, dispuesta a todas las nobles empresas. En el espíritu de Raimundo se perfilaba el proyecto de fundar una sociedad encargada de recoger limosnas de los fieles para comprar la libertad de los esclavos cristianos prisioneros en territorio árabe. Su esfuerzo para inculcar el aprendizaje de las lenguas moras y el conocimiento del Corán ya denota el interés que tenía por esta empresa.
Dice una crónica contemporánea que “Raimundo deseando ardientemente la conversión de los infieles pidió al eximio doctor de la sagrada doctrina fray Tomás de Aquino, de la misma Orden, que era considerado entre todos los clérigos de este mundo el más grande después del filósofo Fray Alberto, que compusiera una obra contra los errores de los infieles en la que se deshiciera la niebla y brillara, y a los infieles se manifestara, la enseñanza del verdadero sol. Hizo este maestro lo que tan grande padre pedía con humildad y compuso la Suma intitulada: Contra los Gentiles, que se cree no tenga igual en esta materia. Estableció para los frailes de su Orden estudios de lenguas en Túnez y en Murcia, a los que procuró destinar frailes catalanes, que obtuvieron mucho fruto de las almas y fueron hermoso ejemplo para su patria”[3].
Mientras ideaba este proyecto llegó a Barcelona aquél a quien Dios había elegido para llevar a cabo esta tarea: Pedro Nolasco, hombre de raza noble, temeroso de Dios, que había abandonado su patria -el sur de Francia- para evitar el contacto con los herejes albigenses. Al llegar a Barcelona dio todo su dinero para comprar cautivos. Luego, ya no teniendo nada más que dar se dio a sí mismo. Sus relaciones con Raimundo datan de esta época. Pedro Nolasco, edificado por la virtud de Raimundo, seducido por sus proyectos, que eran también los suyos, se puso bajo su dirección y le tomó por confesor. La entrada de Raimundo en la Orden de Predicadores no modificó en nada sus preocupaciones comunes.
La intervención de la Virgen María apresuró su decisión. Una noche se apareció a estos tres personajes de los que dependía la realización de este proyecto: Pedro Nolasco, Raimundo de Peñafort y Jaime I. A cada uno de ellos le expresó su voluntad de que se fundara la Orden que proyectaban. Y al día siguiente se sorprendieron mutuamente al comunicarse la misma noticia. Seguros de la voluntad de Dios y del apoyo de la Providencia, instituyeron de común acuerdo la Orden de la Redención de Cautivos (Mercedarios). Era el 10 de agosto de 1223. Esta fecha es muy discutida. Algunos historiadores de la Merced dicen que esta fundación tuvo lugar en 1218, antes de que Raimundo entrara en la Orden de Predicadores. Hoy casi todos están de acuerdo con la fecha de 1223.
Dice la crónica que Raimundo, habiendo buscado y encontrado hombres piadosos, capaces de realizar sus designios, los preparó para la obra de la Redención, les dio un género de vida particular, y les persuadió de tomar la Regla de san Agustín, el oficio, el breviario y algunas Constituciones de la Orden de los Frailes Predicadores, adaptándolas a su misión.
Según la antigua biografía fue san Raimundo quien buscó y encontró a los hombres que necesitaba para realizar su proyecto; fue él también quien les dio a esos hombres una Regla de vida particular que él mismo eligió. Fue él también quien instituyó a Pedro Nolasco como primer Maestro General de esta Orden, y fue quien le dio el hábito. Algunos años más tarde, estando en la corte pontificia de Gregorio IX, Raimundo pidió la confirmación de esta Orden.
La vida de Raimundo continuó en Barcelona de 1223 a 1228 sin incidentes particulares, en el ejercicio de un ministerio cada vez más fructífero y brillante. Su reputación de sabiduría y de santidad resplandecía en toda Cataluña. El Provincial de España, Suero Gómez, hizo que toda la Orden se aprovechara de su ciencia canónica, ordenándole que escribiera un tratado práctico sobre cuestiones de moral. Este tratado constituye una verdadera Suma de casos de conciencia. En el prefacio de esta obra escribe: "Yo, fray Raimundo, el más pequeño entre los frailes Predicadores, en honor de Nuestro Señor Jesucristo, de la gloriosa Virgen, su madre, y de la Bienaventurada Catalina -titular del convento de Barcelona- he escrito con gran cuidado esta pequeña Suma, siguiendo las diversas autoridades y sentencias de mis maestros..." Se trata de la primera obra en este género. Tuvo un éxito general. Todas las crónicas de la Orden la mencionan como una obra especial cuya aparición hizo época.
Cuando el cardenal de Abbeville llegó a Barcelona como legado de la Santa sede ante los reyes de España tomó a Fr. Raimundo como su teólogo personal. Forzado a vivir en el cortejo de un cardenal, Raimundo supo huir de las pompas y rechazar todos los honores.
Ante todo, Raimundo quiso guardar la humildad de su profesión religiosa. Raimundo precedía al cardenal a los lugares que éste debía visitar. Viajaba siempre a pie, vestido pobremente, su comida era la de los frailes Predicadores. Cuando llegaba a un lugar adonde el legado pontificio debía detenerse, convocaba al pueblo, lo confesaba y, si era necesario, levantaba toda excomunión. De esta forma, el cardenal a su llegada encontraba los espíritus y los corazones pacificados. Así recorrió las principales ciudades de los reinos de Castilla, de León y de Aragón, reuniendo en todas partes concilios para confirmar y renovar la disciplina. Al mismo tiempo, predicaba con ardor la cruzada contra los moros. Rescatar a los cristianos caídos bajo su dominación era una bella obra; pero expulsarles lejos de la España en la que ocupaban las provincias más ricas era el sueño de todos, tanto de los reyes como del clero y de todo el pueblo en general. La victoria de las Navas de Tolosa, capitaneada por Alfonso VII, había devuelto la esperanza a los cristianos. Pero la discordia que reinaba entre el rey Alfonso VII de León y su hijo Fernando, rey de Castilla, paralizaba la reconquista. Para vencer era necesario unirse. El legado pontificio y Fr. Raimundo pusieron en esta unidad todo su empeño. Gracias a su intervención el padre y el hijo se reconciliaron, al menos por un tiempo. Las tropas del rey Alfonso de León asediaron Cáceres y la tomaron; luego, en una brillante campaña atacaron Badajoz, Mérida y otras plazas árabes volviendo cargados de un rico botín. En 1230 el rey Alfonso murió y su hijo san Fernando juntó sobre su cabeza las dos coronas de Castilla y de León.
En Aragón había una situación delicada que resolver. El rey Jaime I, el conquistador, amigo y penitente de Fr. Raimundo, se había casado a la edad de 13 años con Leonor de Castilla, hermana de doña Berengaria, madre de san Fernando. Ya habían pasado siete años y de ese matrimonio había nacido un hijo. Jaime I hizo valer la nulidad de su primer matrimonio. En esta cuestión intervino Fr. Raimundo como jurista. Satisfecho del resultado, Jaime I partió en campaña contra Mallorca. Al lado de los soldados del rey Jaime se encontraban varios frailes dominicos sosteniendo el ánimo de los guerreros. Entre estos frailes podemos mencionar a Fr. Miguel Fabra, uno de los primeros compañeros de santo Domingo. Para dar gracias a Dios por su victoria, Jaime I construyó una Iglesia dedicada a la Virgen: Santa María de la Victoria. Es la primera Iglesia que se construyó sobre este territorio; fue confiada a los frailes Predicadores.
Una vez que el legado pontificio cumplió su misión en España se fue de nuevo al lado del papa y le debió hablar de Fr. Raimundo. El Papa le envió una bula para enviarle a Arles y a Narbona con el fin de predicar la cruzada contra los Moros y favorecer así la ya feliz expedición de Jaime I de Aragón. Terminada esta misión, el papa le ordenó que se estableciera en la curia romana. No sabemos exactamente cuando fue a Roma. En mayo de 1232 el papa establece por una bula el tribunal de la Inquisición en el reino de Aragón; el establecimiento de esta institución fue solicitado expresamente por Fr. Raimundo.
Gregorio IX le acogió paternalmente en la curia pontificia. Su virtud, su ciencia jurídica y sobre todo su humildad conquistaron el corazón del viejo Papa. Gregorio IX le nombró capellán penitenciario, después le eligió como confesor. El cargo llevaba consigo el de ser consejero jurídico, una especie de jurisconsulto llamado a deliberar con el papa sobre todas las cuestiones de derecho que se presentaban a la cancillería apostólica.
Ejerciendo este oficio, Raimundo aprovechó para reformar ciertos abusos de la Curia. En Roma, como en todas partes, los asuntos de los pobres eran obligados a esperar. Ante ellos las puertas permanecían cerradas, y como en Roma no hay prisa, sus asuntos tardaban mucho tiempo en resolverse. Para activar a los funcionarios pontificios había que dar una propina prudentemente distribuida. Raimundo se dio cuenta enseguida de esto, y para remediar este inconveniente impuso con frecuencia al Papa, como penitencia sacramental, despachar rápidamente los asuntos de los pobres. Pero el papa Gregorio IX, juzgando que nadie mejor que Fr. Raimundo podía realizar esta misión, le encargaba de cumplir sus propias penitencias ocupándose activamente de los pobres. Esta solicitud de Raimundo por los pobres le marcó al Papa hasta el punto de que, años más tarde, cuando Fr. Raimundo se encontraba ya en Barcelona, Gregorio IX, en sus cartas, le saludaba con el título de "padre de los pobres". Fr. Humberto de Romans, escribiendo su Crónica en vida de san Raimundo le da el nombre de "Expeditor petitionum pauperum", o sea, “Activador de las peticiones de los pobres”.
Gregorio IX no tardó en pedirle que realizara un trabajo importante: la redacción de las Decretales. Los decretos de los Papas y de los concilios se habían multiplicado a lo largo de los siglos. Desde el año 1100 hasta el año 1150, Graciano había reunido los elementos esparcidos del derecho primitivo; pero muchos decretos pontificios y conciliares le habían escapado, de forma que su obra era incompleta. Se trataba de revisar la secular legislación de la Iglesia. Esta redacción de las Decretales representa un enorme esfuerzo de parte de Gregorio IX, del que responsabilizó al jurista catalán. Raimundo estaba en su elemento pero el trabajo fue arduo. Se trataba de revisar la secular legislación de la Iglesia desbrozándola de elementos superfluos, caducados o carentes de sentido, precisando bien el núcleo del contenido, midiendo su dimensión universal y, por supuesto, su sentido y razón de ser en aquel tiempo. Raimundo trabajó durante varios años en esta tarea. Su salud no pudo resistir el largo y absorbente trabajo de las Decretales. Los médicos del Ppapa advirtieron al pontífice que era necesario alejar a toda costa a Raimundo de la curia pontificia. Sólo el aire de su tierra natal podía devolverle la salud. Raimundo mismo comunicó al Papa su deseo de marcharse a su tierra y Gregorio IX, sintiendo mucho su partida porque iba a alejarle de su mejor consejero, acabó por concederle su autorización diciendo: "Prefiero saber que vive lejos de mí, antes que verle muerto a mi lado o reducido a la inactividad". Raimundo partió para Barcelona. En recompensa Gregorio IX le nombró arzobispo de Tarragona, pero no aceptó. Los habitantes de la curia romana que le veían abandonar Roma con su pequeño equipaje se decían entre sí: "Este hombre se va como vino, tan pobre, tan modesto como llegó. No se lleva ni oro ni dignidades ni honores".
Llegó a Barcelona en el verano de 1235. Su regreso no pasó desapercibido. Cuando la noticia se difundió, confluyeron de todas partes penitentes y visitantes. Llegado para encontrar descanso, encontró las mismas ocupaciones que en Roma a causa de su título de Penitenciario del Papa. Para muchas personas de España y del sur de Francia el viaje a Barcelona era más fácil que el viaje a Roma; además, tenían la seguridad de encontrar en Raimundo a un hombre justo y compasivo. La afluencia de penitentes fue tal que, por delicadeza hacia la Santa Sede, y también por razones de salud, envió al Papa su dimisión como Penitenciario. Esta fue aceptada, pero Gregorio IX y sus sucesores no dejaron de recurrir a él para resolver a distancia las cuestiones más arduas, y confiarle la absolución de algunos penitentes. Desde Barcelona continuó siendo el hombre de confianza de los pontífices.
En esa calma relativa vino a sorprenderle su elección de Maestro de la Orden. Después de lo dicho se comprende fácilmente la elección unánime de los frailes capitulares y sus temores sobre el rechazo o la resistencia. Si él aceptó fue únicamente -como ya hemos señalado- por miedo a turbar la paz y la concordia que reinaban en la Orden. Pero gobernó la Orden únicamente durante dos años.
Después de aceptar el cargo tomó su bastón de viaje y se dirigió a París para el Capítulo General de 1239. Fr. Raimundo era severo consigo mismo y también con los demás; era ante todo un jurista; rendía a la ley un culto escrupuloso. Las más ligeras infracciones le parecían un ultraje al derecho, y todas debían ser castigadas para satisfacer al honor de la justicia. Las crónicas de la época no dejan ninguna duda al respecto. Humberto de Romans dice de él lo siguiente: "Fue un hombre de gran perfección, de pobreza, de humildad, ardientemente deseoso de todo lo que era justo. Puso gran cuidado para que el rigor de la Orden fuera observado, incluso en las cosas más pequeñas".
En los dos Capítulos Generales que él celebró -en París (1239) y en Bolonia (1240)-se ve cómo la influencia de su austeridad dirige las deliberaciones de los frailes capitulares, por la insistencia en recordar la observancia de la pobreza, incluso en los detalles de la arquitectura de las iglesias y de los conventos, en el adorno de los altares, en el uso de los ornamentos sagrados, los vasos sagrados. Nada de oro ni de plata salvo los cálices; ninguna seda, ninguna piedra preciosa y una sola campana para el oficio. En las celdas y en los claustros se permiten los frescos, pero no las esculturas ni las vidrieras en las ventanas, ni miniaturas en oro en los libros. Por primera vez, al menos en las actas de los Capítulos Generales que han llegado hasta nosotros, se imponen rigurosas penitencias públicas. Al final de las actas del Capítulo General de Bolonia de 1240 se dice: "El prior de Reggio se pondrá a pan y agua durante tres días, dirá tres salterios, celebrará tres misas del Espíritu Santo, y recibirá la disciplina". No se dice el motivo. A Fr. Bartolomé, que había comprado una Biblia sin autorización, y quizás un poco cara, se le retira la Biblia y se le condena a una disciplina y a la penitencia que le inflija el Vicario del convento.
La obra capital de Fr. Raimundo en el gobierno de la Orden fue la nueva edición de las Constituciones. Con esta obra dejó una huella imborrable de su rápido paso por el gobierno de la Orden. Ya en el Capítulo Generalísimo de 1228 Jordán había propuesto a la aprobación de los frailes capitulares una recopilación de leyes promulgadas en los capítulos precedentes y puestas en orden. Es lo que él llamó Líber Consuetudinum. Pero como se fueron añadiendoo modificando o suprimiendo algunas constituciones, esto dio lugar a una cierta confusión. Para remediar este problema Fr. Raimundo se propuso redactar con la más escrupulosa exactitud y en el orden más lógico las Constituciones. Estas Constituciones de san Raimundo fueron aprobadas por los Capítulos de 1239, 1240 y 1241. Estas fechas nos indican que Raimundo se puso a trabajar en la redacción de las nuevas Constituciones inmediatamente, porque para el Capítulo General de París de 1239 -el primero que él presidió- ya estaban preparadas. Este texto constituyó la base de la legislación de los Frailes Predicadores. Por respeto a su persona el texto de sus Constituciones no sufrió cambios. Por eso es llamado el autor de las Constituciones de la Orden de Predicadores.
En la legislación dominicana nada obliga bajo pena de pecado. Jamás la regla dominicana ha obligado bajo pena de pecado ni en vida de santo Domingo ni después de él; por equivocación algunos atribuyen la iniciativa de esta ley al Capítulo General de 1228. Esta ley es del tiempo mismo de santo Domingo. El Capítulo de 1228 la proclamó para calmar los escrúpulos de conciencia de algunos frailes, pero no la inventó. Humberto de Romans nos dice: "Antes de que esta ley fuera escrita oficialmente en las Constituciones, es decir en las Constituciones de 1228, recuerdo muy bien haber escuchado a nuestros primeros Padres afirmar que siempre la Orden tuvo la intención de no hacer las Constituciones obligatorias bajo pena de pecado. También el bienaventurado Domingo, en el Capítulo de Bolonia, queriendo asegurar y consolar a los frailes pusilánimes, les dijo que si él creía que había Reglas obligatorias bajo pena de pecado, se iría por todos los conventos y las rompería con un cuchillo. Un Fraile que se lo oyó decir me lo ha repetido". Y añade: "La intención de la Orden bastaba para que no hubiera pecado, porque en las leyes hay que ver ante todo la intención del legislador".
En 1240, Fr. Raimundo presidió en Bolonia el Capítulo General número veinte. Era un Capítulo de provinciales. Sintiendo su fuerza debilitada y deseoso de descansar de una carga para la que se sentía incapaz, suplicó a los frailes capitulares que aceptaran su dimisión. Esta proposición inesperada sorprendió y turbó profundamente al Capítulo. Los capitulares no querían aceptar tal petición, aunque finalmente cedieron. Toda la Orden se indignó. Por todas partes hubo una violenta protesta contra la debilidad de los Definidores del Capítulo por haber aceptado la dimisión. Para calmar los ánimos y prevenir en el futuro situaciones semejantes, en el Capítulo General siguiente se creó una ley prohibiendo a los Capitulares aceptar la dimisión del Maestro de la Orden, salvo por razones suficientes para deponerlo -como en el caso de herejía- o en casos de incapacidad para cumplir el cargo.
Feliz de haber recobrado la libertad y de poder entrar en la oscuridad y el silencio del claustro, Raimundo se retiró a Barcelona. Pero ni el Papa ni la Orden le dejaron en paz. Durante los 35 años que le restaron de vida prestó a la Iglesia, a la patria española y a la Orden importantes servicios. Murió en Barcelona, casi centenario, el día de Reyes, Epifanía del Señor, de 1275, al mediodía, iniciado el salmo 19: Que te escuche el Señor el día del peligro, que te sostenga el nombre del Dios de Jacob. Toda la comunidad se encontraba reunida al entregar su espíritu[4].
Su muerte fue sentida en toda España. Estuvieron presentes en sus exequias solemnes, el rey de Castilla y León Alfonso y su hermano Fernando y su hijo Sancho y dos infantes más jóvenes. También acudió Jaime, rey de Aragón y su hijo, el infante Jaime. Allí estaban igualmente los obispos de Barcelona, Huesca y Cuenca y muchos otros prelados, príncipes, nobles y todo el clero y pueblo de Barcelona. Su cuerpo se venera en un bello sepulcro gótico en la catedral de la misma ciudad. Fue el primer santo canonizado en la actual basílica vaticana por Clemente VIII el 29 de abril de 1601. Es el patrono de los juristas católicos y, aún hoy día, la máxima distinción que se concede a un español por algún servicio jurídico excepcional es la gran Cruz de la Orden de San Raimundo de Peñafort.
[1] Tomo gran parte de lo escrito aquí sobre San Raimundo de los apuntes de clase del P. Manuel Ángel Martínez O.P. Creo que no están publicados. Me los “chivó” una discípula. He consultado también el libro dirigido por el P. Juan Bosch O.P. Dominicos que dejaron huella, Edibesa, Madrid, 2000 y esporádicamente algún otro. Lo demás es toque personal.
[2] Historiador de gran fantasía, nacido en Bolonia en 1479. Murió allí mismo, probablemente en 1552. Ingresó en la Orden Dominicana en 1493 y después de completar sus estudios filosóficos y teológicos fue llamado a Roma por su amigo el Maestro General, Francesco Silvestro Ferraris. Sirvió a éste como su secretario y compañero hasta la muerte de Ferraris en 1528. Antes, en 1517 había publicado en seis tomos un tratado sobre los personajes famosos de la Orden. Esta obra ha tenido innumerables ediciones y ha sido traducida a varios idiomas modernos. Junto a vidas de diversos santos, algunos de las que Papebroch incorporó en las "Acta Sanctorum", relató también la historia de la Madonna di San Luca y su monasterio adjunto, tema importante en la vida de Santo Domingo cuando trató de reformar, por orden del Papa, a las monjas de Roma. Sin embargo, la fama de Alberti descansa principalmente en su "Descrizione d´Italia" (Bologna, 1550), un libro en que se encuentran varias observaciones topográficas y arqueológicas valiosas.
[3] De la crónica de Jaime I, rey de Aragón, por fray Pedro Marsilio. Raymundiana, MOPH 6, I, Romae 1898, PP 10-14.
[4] De la misma Crónica de Jaime I, rey de Aragón, por fray Pedro Marsilio. Raymundiana, MOPH 6, I, Romae 1898, PP 10-14.