Muchas veces lo hacen porque quieren que la Iglesia se conforme a su manera de pensar y de vivir, de lo cual ya nos prevenía San Pablo al decirnos “no os conforméis a la mentalidad de este mundo” (Rom 12,2)
Esto nos lleva a desechar estas críticas sin hacer distinción entre lo que puede ser una crítica legítima y lo que es un desideratum más o menos bienintencionado consistente en pretender que la iglesia valide mi forma de vida y su justificación mediante mi forma de pensar.
Pero no me interesa abordar la cuestión desde la óptica de lo que se dice fuera, sino más bien desde la perspectiva de lo que pasa por dentro. Creo que en nuestra Iglesia actual hay muchas desconexiones, algunas objetivas y otras subjetivas.
Objetivamente algo está tremendamente desajustado en la Iglesia cuando nuestras instituciones y acciones sociales varias se da de comer pretendiendo evangelizar, pero se descuida la evangelización hasta tal punto que se han convertido en entidades secularizadas dirigidas por gente de la Iglesia.
Objetivamente algo huele a podrido en Dinamarca cuando nos quejamos de la falta de juventud en la Iglesia y tenemos más de un millón de alumnos en colegios católicos sin que seamos capaces de conseguir que se queden en ella.
Objetivamente el síndrome del pianista del Titanic nos acecha cuando damos los sacramentos de iniciación y los siguientes a gente que quiere recibirlos por tradición cultural, sin preocuparnos de que tengan una experiencia de primer encuentro con Jesucristo mediante el Primer Anuncio.
Pero todo esto por desgracia no tiene una razón de ser objetiva.
Dicho en otras palabras, no nos pasa porque el mundo de afuera se haya vuelto malo y opaco al cristianismo. No nos pasa porque se haya creado una intolerancia hacia el cristianismo en nuestros semejantes producida por algún virus espiritual. Tampoco ocurre porque se nos haya pasado el mensaje como a quien se le pasa el arroz, o su fecha de caducidad haya expirado dejando de servir para los hombres y mujeres del S. XXI.
Las experiencias de evangelización en las que se presenta el kerigma en toda su plenitud y belleza nos demuestran que el cristianismo sigue funcionando, que el Evangelio cambia vidas hoy en día, que Jesucristo sigue salvando y que el Espíritu Santo actúa donde se le deja actuar con la misma fuerza y poder de hace dos mil años.
Pero si esto no pasa más a menudo es porque nos falla algo mucho más difícil de cambiar que lo objetivo, precisamente lo subjetivo. Y no es que falle nuestra santidad, sino que lo que hace aguas a espuertas es el aspecto subjetivo del cristianismo, que no es otro que la fe.
Por eso el papa Benedicto XVI nos llama a vivir un Año de la Fe, no un año de la santidad, ni un año de la reforma.
Porque sin sujetos que reciban con fe a Jesucristo, el edificio de la Iglesia que nos hemos montado está desconectado hasta el punto de no dar luz. Para que la Iglesia dé luz hacía falta lo que decía Jesús: alumbre vuestra luz a los hombres (Mt 5,16). Y por mucha luz que tenga Jesucristo, por mucho lustro que tenga la Iglesia o nuestra propia santidad personal, si nuestra fe no alumbra es que se ha convertido en una bombilla que se da luz a sí misma.
Y por eso al leer los lineamenta siempre concluyo que el primer sujeto de la Nueva Evangelización es la Iglesia, sus miembros, y mientras no entendamos esto todo esfuerzo por salir afuera está lastrado de inicio.
Esto nos devuelve al tema de la desconexión subjetiva que vivimos en la Iglesia la cual es tan fina que muchas veces no la percibimos pues la llevamos en nuestras propias carnes.
La modernidad quiso desterrar el cristianismo de la vida pública, circunscribiéndolo al ámbito personal y encerrándolo en las cuatro paredes de una iglesia. Esta labor parece que fue muy exitosa, pues efectivamente hoy en día es muy difícil distinguir a un cristiano de uno que no lo es.
Cada cual que se pregunte: si mañana establecieran un procedimiento judicial contra los cristianos, ¿qué pruebas tendrían contra mí?
Cuando los cristianos viven y piensan como los que no lo son, el hecho de que vayan a la iglesia los domingos un rato, manden a los hijos a catequesis o vayan a un colegio católico, no es más que una anécdota que sería considerada como prueba insuficiente por cualquier tribunal que mirara el animus de la persona.
No hay delito sin intención, sin dolo, e ir a la Iglesia sin intención, sin verdadera voluntad ni entrega, nunca llegaría a ser más delito que el de la propia incongruencia.
La prueba de cargo del cristianismo de una persona tendría que ser refrendada por otras pruebas que a modo de indicio hicieran ver que es verdad lo que profesa con los labios.
Si miramos la unidad de los cristianos, ¿de verdad que parecemos hijos de un mismo Padre, cuando ni siquiera conocemos a la persona a quien damos la mano en la misa? ¿Se puede llamar a eso comunidad cristiana? “Todos los creyentes eran de un solo sentir y pensar”(Hechos 4,32)
Si miramos la economía de los cristianos, ¿de verdad es tan diferente de la de sus semejantes?¿se parece a lo que contaban los Hechos de los Apóstoles?: “Nadie consideraba suya ninguna de sus posesiones, sino que las compartían. […] La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos, pues no había ningún necesitado en la comunidad. Quienes poseían casas o terrenos los vendían, llevaban el dinero de las ventas y lo entregaban a los apóstoles para que se distribuyera a cada uno según su necesidad. ” (Hechos 4, 32.34-35)
Si miramos las costumbres y hábitos de la vida ordinaria: ¿hay realmente ese sabor y buen olor de Jesucristo en todo lo que hacemos? O simplemente nos dedicamos a trabajar para luego consumir, dedicarnos a los nuestro y disfrutar de nuestro tiempo libre como todo el mundo… “Nuestra conducta no se ha ajustado a la sabiduría humana sino a la gracia de Dios” (2 Cor 12)
Si miramos la fuerza profética y de cambiar vidas de la Iglesia, dónde queda lo de “los apóstoles, a su vez, con gran poder seguían dando testimonio de la resurrección del Señor Jesús. La gracia de Dios se derramaba abundantemente sobre todos ellos ” (Hechos 4,33) o qué hay de “estas señales acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios; hablarán en nuevas lenguas; tomarán en sus manos serpientes; y cuando beban algo venenoso, no les hará daño alguno; pondrán las manos sobre los enfermos, y éstos recobrarán la salud.» (Marcos 16, 17-18)
Yo creo que visto todo esto, a muy poca gente se la podría acusar de cristianismo en nuestra sociedad actual.
Pero decir todas estas cosas que enumero aquí es predicar los mandamientos, predicar el hacer caritativo, predicar el cambiar, el tomarse en serio el Evangelio… ¿acaso no es lo que se nos predica hasta la saciedad en las parroquias cada domingo, a tiempo y a destiempo?
Sí, y no, porque en el fondo yo creo que formalmente sí, se nos predica el Evangelio y se nos habla de Dios con un gran énfasis en el vivir cristiano. Pero realmente, o mejor dicho subliminalmente, se nos está predicando la desconexión, y ésta llevada hasta el paroxismo más absoluto.
La primera desconexión es la de una Iglesia que tiene un mensaje inmutable pero muchas veces se agarra a lenguajes, culturas y formas de expresarse que son mutables y pasajeras. Por eso hoy en día en la Iglesia se habla en el idioma de nuestros abuelos, aún a los jóvenes. En una sociedad de series de 20 minutos y Twitts de 140 caracteres nos permitimos catequesis de hora y media en JMJ y congresos al uso que los jóvenes a todas luces no son capaces de procesar.
La segunda desconexión es la contraria. Tenemos el mensaje más crucial de la humanidad, y nos conformamos con una homilía moralista que no salva una vez a la semana. El mensaje de Jesucristo es un mensaje radical y de máximos, pero lo descafeinamos y comprimimos hasta tal punto que todo el alimento espiritual que un adulto recibe desde su comunión es tan minimalista que da pena…igualito que lo que dice la Palabra de Dios:
“Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.”(Deuteronomio 6, 4-9)
La tercera desconexión es la propia de una iglesia que generó una cultura cristiana y nostálgica de ella piensa que el cambio vendrá porque la gente vuelva a sus formas y su cultura de siempre, en vez de aventurarse a evangelizar las formas y cultura actuales.
Un ejemplo es la Navidad que eclipsó la fiesta pagana del solsticio de invierno, con sus bacanales y demás desenfrenos. Tristemente está volviendo a ser así porque no tenemos algo más relevante que proponer a la gente (bueno sí lo tenemos, pero no conseguimos que lo perciban como tal).
Hay muchas desconexiones más pero conviene acabar el post para no alargarme, las dejo para más adelante.
Baste acabar retomando lo del principio: estamos desconectados. Necesitamos reconectar el mundo con Dios por medio de Jesucristo (2 Cor 5,19). La Iglesia es el cable de conexión, no el fin (por eso se la llama sacramento de salvación). Nosotros potencialmente podemos ser esas luminarias que alumbran, con la luz de Jesucristo, a los hombres. Por eso hemos de ser los primeros conectados si queremos servir a los demás, y esto sólo lo puede hacer el Espíritu Santo a quien hay que pedírselo.
Ojalá en 2013 podamos conectar más y más con el Evangelio de Jesucristo, tanto en lo personal como en lo comunitario.