Alguien expresó hace tiempo una definición del cuerpo del hombre que me pareció muy acertada. Decía que el rostro del hombre es la cara del alma que mira a las demás almas. Y parafraseando esto, pensaba yo que Cristo es el rostro de Dios que mira a los hombres, que mira sonriendo, hablando... Con ese rostro humano con ese rostro que nos hace visible el alma de los demás. El rostro de Dios es Jesucristo. Y es conveniente recordarlo en este tiempo después de Navidad.
Y, dando un salto atrás de muchos siglos, recuerdo un pensamiento de San Gregorio de Nisa, que nos dice: “Si interrogamos al misterio, nos dirá que la muerte de Cristo no fue una secuela de su nacimiento, sino que nació para poder morir”.Es una acertada definición del nacimiento de Jesús. Es decir que su encarnación está encaminada a nuestra salvación y a su cruz.
Y Pablo quiere que profundicemos en esta consideración: “Sentid entre vosotros lo mismo que Cristo, el cual, siendo de condición divina, no quiso hacer alarde de ser igual a Dios”. E insiste en carta a los efesios: “Éramos por nuestro natural hijos de cólera, como los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amos con que nos amó, aún cuando estábamos muertos por nuestros pecados, nos vivificó con Cristo –por pura gracia habéis sido salvados-“:
No podemos dejar resbalar nuestros ojos ni nuestro corazón sobre esta advertencia de Pablo: “Sentid entre vosotros lo mismo que Cristo”. Es ya la primera exigencia, de entrada, acerca de la encarnación.. Que sintamos, como Cristo, que se despoja de sí mismo para nuestro bien.
Así pues, con la encarnación, Jesús hace sagrada toda realidad humana. La realidad humana se convierte en un capaz mensajero de la divinidad. Y así, la realidad del hombre es sagrada, porque Dios ha querido hacerse hombre.
Además esto nos da optimismo y creemos más en la bondad del hombre y en su capacidad de hacer el bien. Porque la palabra de Dios nos dice asimismo que “Somos hechura suya, creados en ordena las buenas obras que de antemano había decretado que realizáramos”. (Ef 2,10).Y eso da mucha paz. No es que yo saque de mi buen sentido y de mi buen deseo algo que quiero realizar; es decir, la realización de un deseo exclusivamente mío. Lo que me sale de dentro no es el ego que yo me invento, sino algo que Él dispuso de antemano que yo podía realizar, con lo cual no es sólo que cuento yo con la ayuda de Dios para un plan mío, sino, por el contrario, lo que sucede es que estoy colaborando con la obra de Dios, que es muy distinto.
Acertado resumen el que nos dio el apóstol Juan en su primera carta: “En esto se manifestó el amor que Dios sostiene: en que envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él”.(1Jn 4,9)