He pasado estas navidades, fruto de una inesperada, cariñosísima y bienvenidísima invitación, cinco maravillosos días en una de las ciudades más hermosas del mundo, -que para algunos será, sencillamente, “la más” hermosa-, París. No es la primera vez que iba. Ni será, o así lo espero y lo deseo, la última tampoco. Yo soy de los que cree con Enrique IV que “París bien vale una misa”, y con Rick Blane (que algunos confunden con Humphrey Bogart) que “siempre nos quedará París”.
Son muchas las cosas bellas que impresionan en la bellísima París. Muchos citarán el Louvre; otros la Torre Eiffel, Notre Dâme o el Museo de Orsay; unos terceros el Panteón, el Arco del Triunfo, o los Inválidos; la Opera, la Sainte Chapelle o la Plaçe de la Concorde, ¿acaso les voy a descubrir algo a Vds.?
Personalmente me quedo con sus espacios, así en abstracto, sus espacios, esos espacios inmensos, inacabables, infinitos, que permiten admirar la ciudad y sus momentos y monumentos más bellos desde todas las perspectivas, saciando los sentidos con el último rincón, el más pequeño, el más insignificante. Permitiendo que los bellísimos edificios no tapen nunca lo que tienen detrás, sino que se conviertan en un suave adorno del horizonte hacia los lejos.
Me quedo también con la armonía de sus calles y avenidas, de sus plazas y jardines, trazados con tiralíneas, donde ni uno solo de sus horizontes viola las reglas que aconsejan las normas de la más estricta, y al mismo tiempo generosa, armonía.
Personalmente me quedo con sus espacios, así en abstracto, sus espacios, esos espacios inmensos, inacabables, infinitos, que permiten admirar la ciudad y sus momentos y monumentos más bellos desde todas las perspectivas, saciando los sentidos con el último rincón, el más pequeño, el más insignificante. Permitiendo que los bellísimos edificios no tapen nunca lo que tienen detrás, sino que se conviertan en un suave adorno del horizonte hacia los lejos.
Me quedo también con la armonía de sus calles y avenidas, de sus plazas y jardines, trazados con tiralíneas, donde ni uno solo de sus horizontes viola las reglas que aconsejan las normas de la más estricta, y al mismo tiempo generosa, armonía.
Y me quedo también con sus puentes, esos puentes que cruzan el Sena por doquier, el Puente del Carrusel, el Pont Neuf, o el increíble Puente de Alejandro III, de belleza solo comparable a la del Puente Nuevo que salva el abismo del Tajo en la mágica ciudad de de Ronda, o al Puente de Alcántara que salva las aguas del río que tiene el mismo nombre a la altura de la frontera portuguesa, marcando entre dos naciones hermanas, España y Portugal, el más hermoso lugar de encuentro.
¿Me permiten un consejo? Admiren París desde el metro, muchas de cuyas líneas, o partes de ella, abandonan el oscuro subsuelo para cruzar el Sena por sus más bellos belvederes, y regocijen sus ojos con esa visión efímera y brevísima que representa cruzar el maravilloso río que en francés no es hombre sino mujer, “la Seine” , a bordo de un tren con rancio olor a metro todavía y que por mucho que pueda sorprender, es bastante peor que el que tenemos en Madrid.
¿Me permiten un consejo? Admiren París desde el metro, muchas de cuyas líneas, o partes de ella, abandonan el oscuro subsuelo para cruzar el Sena por sus más bellos belvederes, y regocijen sus ojos con esa visión efímera y brevísima que representa cruzar el maravilloso río que en francés no es hombre sino mujer, “la Seine” , a bordo de un tren con rancio olor a metro todavía y que por mucho que pueda sorprender, es bastante peor que el que tenemos en Madrid.
Pero París no es sólo sus monumentos, sus espacios o sus puentes. París es también su gente. Una gente más amable de lo que acostumbra a decirse. Háblenles Vds. si pueden en francés, bueno o malo, pero en francés, eviten hacerlo en inglés, y descubrirán lo mejor de la hospitalidad y de la amabilidad francesas, incluso en la malafamada París, con muchos parisinos que intentarán hasta responderles en un español raras veces bueno, pero siempre agradecido… son primarios en ello nuestros vecinos ultrapirenaicos.
Unas gentes, por cierto, que han cambiado mucho desde que empecé a degustar el placer de visitar París, en un plazo tan breve que no excede los veinte o treinta años. Las calles son hoy multirraciales, hasta en los lugares más insospechados de la ciudad: el lechoso parisino de ojos claros en el que lo latino cede ante lo germánico y también ante lo celta a veces, da paso hoy a hombres y mujeres con los más variados colores de la piel: una vez más, les recomiendo sumergirse en el metro, disfruten de ese museo de la demografía que es el transporte subterráneo de París y del que nadie habla, y conocerán la realidad variopinta de la ciudad, probablemente la que le espera a Europa. Un buen lugar en definitiva, el metro parisino, para preguntarse cuáles serán nuestros puntos de encuentro, nuestras señas de identidad en un continente que parece más interesado en negarse que en reivindicarse.
Unas gentes, por cierto, que han cambiado mucho desde que empecé a degustar el placer de visitar París, en un plazo tan breve que no excede los veinte o treinta años. Las calles son hoy multirraciales, hasta en los lugares más insospechados de la ciudad: el lechoso parisino de ojos claros en el que lo latino cede ante lo germánico y también ante lo celta a veces, da paso hoy a hombres y mujeres con los más variados colores de la piel: una vez más, les recomiendo sumergirse en el metro, disfruten de ese museo de la demografía que es el transporte subterráneo de París y del que nadie habla, y conocerán la realidad variopinta de la ciudad, probablemente la que le espera a Europa. Un buen lugar en definitiva, el metro parisino, para preguntarse cuáles serán nuestros puntos de encuentro, nuestras señas de identidad en un continente que parece más interesado en negarse que en reivindicarse.
©L.A.
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