Encontré a Dios en el sagrario, no tuve que hacer cita o esperar largas horas en la antesala. Simple y sencillamente, entré en la capilla y, desde ahí, pude verlo en la custodia que preside el lugar. En medio de las experiencias de la vida, conté con su apoyo incondicional. Lejos de lo que algunos pudieran pensar, no sólo le platiqué las cosas tristes que me llegaron a pasar, sino también las alegres, los grandes momentos que suavizaron el camino. En las buenas y en las malas, siempre me escuchó, recibió e impulsó. No es un amigo imaginario, pues alguien que influye en la realidad, en los acontecimientos y en las personas, haciéndose visible a través de los grandes y pequeños detalles de la vida, parte de una realidad fascinante y –en algunos casos- desconcertante. Con Dios, logré vivir intensamente, aprovechar los días. A su lado, me levanté de mis caídas y aprendí de mis errores. Nunca me dejó abandonado a medio camino. Al contrario, supo hacerse presente, cercano y palpable.
Estuvo acompañándome más allá de la capilla. Fue conmigo a las fiestas, viajes, exámenes, trabajos, etcétera. Lo encontré en mí, en los demás. Dios no es el gran ausente, sino el que hace camino al andar con la humanidad. A diferencia de lo que muchos opinan, no se rió de mis planes. Antes bien, me ayudó a corregirlos, mejorarlos, orientarlos y, en algunos casos, sustituirlos totalmente. Él sabe lo que me conviene, lo que es la verdadera felicidad. Termino el 2012, agradeciendo a Dios por el regalo de tener a la Virgen María como madre y, al mismo tiempo, por todas las personas que me acompañaron a lo largo del año.