Un hombre desorientado
Entendemos el desarraigo del hombre moderno no como una situación de pobreza y de marginación material, que también se puede dar pero no es nuestro centro de interés, sino como una desorientación vital, interior y moral. Entendemos este concepto de desarraigo en un sentido metafórico. Un desarraigo que también se caracteriza como una cierta orfandad vital. En esta dirección, es un hecho que el hombre moderno, en Occidente, fundamentalmente en el último medio siglo de una forma más aguda, ha perdido en parte sus raíces. Su visión del mundo en temas tan importantes como la vida, la muerte, los criterios de conducta, visión del futuro han experimentado un cierto embotellamiento. Y consecuentemente se ha impuesto el criterio de que el hombre y la mujer en esta Modernidad tardía deben construir su identidad, su modo de ver la realidad, sus criterios éticos solo desde sí mismos. Estamos hablando de una autonomía absoluta que pesa sobre el hombre moderno que desde su intimidad, y con su poca o mucha formación y conocimientos, debe dar sentido a su vida cada día. Debe ir tomando decisiones de gran calado que excluyen cualquier referencia al pasado, a lo mejor de la tradición de siglos, a cualquier tipo de narrativa histórica, filosófica o religiosa. O al margen de cualquier diálogo, consejo o reflexión acompañada por personas de confianza. Con este talante el hombre moderno, en Occidente, avanza en la vida, a menudo, en procesos dolorosos de prueba-error, decidiendo casi sin referencias. Nada pesa lo suficiente como para llenar su corazón anhelante de sentido. Solo sirve lo último, lo más innovador y experimental. Nada realmente contrastado. Y entonces hablamos de un hombre moderno, en crisis, que no encuentra la puerta del sentido como le sucede a Ulrich, matemático y científico, que protagoniza la novela de Robert Musil (Un hombre sin atributos, 1930) en la Viena anterior a la Gran Guerra.
La Ilustración y la Modernidad
La Ilustración y, progresivamente el despliegue de la Modernidad, en nombre del progreso y la razón, a pesar de muchos pasos positivos, se han dedicado a demoler la autoridad de un pasado lleno de sabiduría en numerosas ocasiones. Han relativizado, a veces, la gran literatura, mucha filosofía realista y bastantes instituciones comunitarias tradicionales que cohesionaron sociedades enteras durante siglos. La Modernidad en el plano del pensamiento, apostó mayoritariamente por el materialismo y puso la religión en su punto de mira. Cierto romanticismo, el cientifismo y el positivismo del siglo XIX (junto a Marx, Nietzsche y Freud que se convirtieron en los pensadores de la sospecha en palabras del pensador Paul Ricoeur) desconfiaron de la religión de una forma insistente. Un objetivo implícito de cierta Modernidad era acabar con la trascendencia y la metafísica. Y este talante se ha ido convirtiendo en un cambio en la hegemonía cultural que Gramsci consideraba vital para transformar la sociedad desde su raíz. Creemos que la hegemonía cultural ha cambiado pero no en una dirección homogénea sino de un modo bastante líquido. Dos siglos después el resultado son muchos hombres y mujeres metafóricamente, espiritualmente huérfanos y solos.
Hombres y mujeres que solo confían en la autoayuda más ramplona, en la libertad absoluta de ensayar cualquier ocurrencia atados a la última opinión del gurú de turno. También muchos de ellos sospechan de cualquiera gran narrativa con una ambición de verdad como la religión cristiana. Y la consideran como una imposición externa e insoportable. Rechazan cualquier verdad que no sea su verdad particular. Y el resultado final es la desorientación. Cada identidad radicalmente personal es reversible y cambiante y, por consiguiente, su sentido de pertenencia a una meta-narrativa cohesiva está ausente. Estamos ante el hombre desarraigado, y a menudo nihilista, que cambia a menudo de ideas, de amigos, de pareja, de hijos y de gustos y que además no sabe a dónde va ni quién es porque la fidelidad no tiene ningún valor. La desconfianza es uno de los signos definitorios del hombre moderno. Detrás de toda propuesta de máximos, de vida buena -piensa receloso el hombre moderno- se encuentra una trampa y una manipulación. Y los percibe como un atentado contra su libertad. Una libertad absoluta y ajena a cualquier vínculo. Estamos hablando de un hombre a menudo dirigido por elementos más negativos del liberalismo político, económico y cultural.
Las grandes narrativas
La sociología, la teoría literaria, la filosofía (y alguna disciplina más) utilizan los conceptos de narrativa y meta-narrativa, y no de un modo homogéneo, para denominar aquellos grandes relatos, cosmovisiones, corrientes sapienciales y religiones que, durante muchos siglos, han otorgado identidad colectiva a muchos pueblos, sociedades y hasta civilizaciones. El caso más claro y cercano a nosotros es el cristianismo que da sentido de pertenencia, propósito y seguridad moral y existencial a sus seguidores. Otra meta-narrativa podría ser el budismo, quizá el islamismo. Nosotros, en Occidente, creemos que prospera un indiferentismo práctico si es que esta postura puede constituir una meta-narrativa. Estas meta-narrativas, a veces juzgadas con desprecio, actúan como la trabazón de la vida, constituyen la historia, y las pequeñas historias -de héroes y de santos- que dan pautas de actuación, valor y significado. Pero nos centraremos en el cristianismo. Esta meta-narrativa concreta, el cristianismo, habla de relaciones estrechas entre personas –en el amor y la amistad cívica- desde la esencial relación con una persona, en este caso Jesucristo, que da cobijo a sus seguidores en una casa habitable porque es el Amor. Y lo decimos en sentido fuerte: el cristianismo abriga a sus seguidores en un hogar, aquí y después, por parte de un Padre que espera en esas moradas con los brazos abiertos. Esta meta-narrativa no deja solo al individuo moderno al albur de las modas y los vendavales de las últimas tendencias que abandonan a los hombres de nuestro siglo a la intemperie. Y no lo hace porque contiene la verdad. Pero para el hombre moderno no hay verdad porque hablar así es pretencioso y hablar de un Dios rebelado es una provocación intolerable. El hombre moderno ha sido expulsado de su casa y anda a la deriva, de aquí para allá, preguntándose cuál es su lugar en el mundo y en la historia. El hombre moderno ha perdido su finalidad, su teleología. Ha perdido el hogar como oikos nutricio y anda arrojado en tierra extraña en palabras de Heidegger. La densa narrativa que hay detrás de la parábola del hijo pródigo (Lc 15:11-32) es muy expresiva para entender esta ideas que proponemos.
Los pasos para atomizar la sociedad
La Ilustración, y progresivamente la Modernidad, también el capitalismo más desaforado, se encargaron de desautorizar este y otros meta-relatos desde su perspectiva estrechamente empírica, desde una razón parcial en tanto que instrumental, desde su crítica (a menudo muy banal) a todo lo relacionado con la fe religiosa. El capitalismo se ocupó de desarmar las comunidades de larga tradición secular dando lugar, entre otras consecuencias, al gran éxodo de hombres y mujeres del mundo agrario y rural a las urbes industriales apoyado por las nuevas legislaciones liberales. El pasado, la tradición, las creencias, la sabiduría debían ser puestas bajo sospecha. Ahí se da un paso más en la secularización de Occidente que hoy es un hecho sobre todo en Europa, en Canadá, en Estados Unidos, en Australia.
Esta hoguera de ideales, en el avance de los siglos XIX y XX, ha arrasado progresivamente las referencias que permitían responder a las grandes preguntas. Los sucesivos evolucionismos, positivismos, nihilismos fueron desnudando al hombre moderno de sus marcos conceptuales históricos, filosóficos y trascendentes. Dios era represión y el hombre, el nuevo dios, ciertamente huérfano, debía construir su textura identitaria cada día desde el puro relativismo y desde un individualismo que ha deshumanizado y atomizado mucha vida comunitaria sustantiva. En esta dirección hay que repensar un concepto muy interesante que maneja el sociólogo alemán Ulrich Beck. Él considera que las últimas décadas nos han llevado a un proceso de individualización que, a la par que supone riesgos, significa asumir la propia responsabilidad desde la libertad y la independencia lejos de patrones impuestos exteriormente y a menudo muy antiguos como la religión y la familia: él ve este proceso como un destino exigente pero necesario. En este artículo este proceso lo percibimos como una pérdida de referentes cargados de verdad.
El vacío, que a mediados del siglo XX se traduce en los existencialismos ateos, descubre que el hombre ya no solo va desnudo, sino que siente nauseas ante todo lo que toca si nos atenemos al pensamiento de Sartre. Las identidades se rompen y luego se construyen y se destruyen al ritmo de la multiplicación de las ofertas del consumo cultural y no cultural. Y también al ritmo de los nuevos relatos audiovisuales que crecen exponencialmente tras la Segunda Guerra Mundial: radio, cine, música, televisión. Hay mucho arte, literatura, música y cine excelente pero no han sido capaces de llegar al gran público. Y el hombre se queda ensimismado y las comunidades que hablan del nosotros se apagan.
La caída de la vida social compartida
Este proceso lo explica en parte el reconocido sociólogo Robert Putnam en su libro del 2000 titulado Solo en la bolera (Bowling Alone). El capital social compartido en comunidades narrativas se disuelve en favor del consumo privado de la mano de la televisión entre los años que van de 1960 a 2000. Desde luego concurren otras concausas: la suburbanización, la caída de la participación cívica, la caída del tiempo disponible, la doble jornada laboral de los padres, la fragilidad del matrimonio, etc. Esta caída del capital social también viene asociada a la caída y privatización de las prácticas religiosas que en estos años se percibe también en una menor asistencia a los templos. La confianza en las instituciones religiosas decae.
Poco después la revolución digital de finales del siglo XX, que estalla en el XXI, da la última puntilla. Las relaciones, el encuentro, los ritos y las fiestas que son claves en una historia comunitaria y que hablan de un pasado, de un presente y un futuro con esperanza se privatizan aún más en la digitalización. El espacio público y asociativo quedan progresivamente cada vez más desiertos.
Aquellos encuentros de deliberación racional en donde comunitariamente se toman decisiones éticas desde la tradición de las virtudes dan paso al “a mí nadie me tiene que decir lo que debo que hacer”. Es el escepticismo ante cualquier autoridad. La escuela lo refleja con la Nueva Pedagogía: el maestro ya no es autoridad, los contenidos no son fiables, el alumno fija el ritmo del aprendizaje. La familia progresivamente más frágil asiste a la deserción de muchos padres. El arte refleja esta época con una estética retorcida y feísta tanto en las artes plásticas como en el teatro y el cine que, en algunos casos, es cada vez más siniestro cuando no apocalíptico. Desde luego que hay excepciones, pero prepondera el cine violento, oscuro. Occidente avanza, en su imaginario social (concepto acuñado por Cornelius Castoriadis) hacia un mundo cada vez más inhóspito. Y en este panorama, admítaseme de nuevo un relato expresivo, Hansel y Gretel se adentran en un bosque inclemente lejos del hogar y abandonados por sus padres.
En la calle, sin abrigo y descalzos
Estamos estrictamente en la calle buscando una salida pues la familia y la religión ya no significan nada como verdaderos hogares para muchos. Y así lo denuncia la cultura dominante de raíz marxista. Familia y religión reciben un constante bombardeo como instituciones autoritarias, represivas, correa de transmisión de la propiedad, del sometimiento de la mujer o, en estos últimos lustros, criticada como acomodo del inasumible modelo heterosexual -para el marxismo cultural- que cierra cualquier vía hacia las afirmaciones de género más variopintas.
Contemplación
Parece que cada vez menos se acercan a contemplar el festivo y ritual desvelamiento de la verdad pues temen ser tildados de poco modernos, de trasnochados, y, lo que es peor, de ridículos. Pero no está dicha la última palabra.
Y es que mientras, sin embargo, algunos eligen narrativamente el silencio y deciden apartarse del ruido ensordecedor del imparable tsunami digital y de todas las narrativas insuficientes que este trae consigo. Un ejemplo de arte a contracorriente es la película de Terence Malik, A Hidden Life (2019, Vida oculta). Y hay muchísimos más ejemplos. Uno de ellos es luminoso: se trata de la serie creada y dirigida por Dallas Jenkins, The Chosen (2017-.....), cuyo tema es el evangelio con los apóstoles y Jesucristo como centro.
Hay que sembrar la esperanza pues hay signos del reverdecer de una apuesta por fe, muy evidente entre los más jóvenes, que tras tanto absurdo han elegido volver a la casa del Padre donde nunca falta el pan. Volver a una morada donde todo tiene sentido y el corazón descansa.
Muchos hombres y mujeres, como Terence Malik y Dallas Jenkins entre otros, han elegido la sobriedad, la escucha atenta ante relatos que dan que pensar. Y ahí se alzan hasta el propósito y el significado. Saben dónde van y se funden con la divinidad que los arrebata. Y disfrutan de la solidaridad, de la cohesión social, de los lazos, de la amistad cara a cara, de una vida significativa. Una vida que habla de filiación divina y no de orfandad: Dios es nuestro Padre y nos espera. Esa es la dirección, caminar, juntos, comunitariamente, hacia nuestro último fin.