Todos somos amados por el Señor…, pero no son muchos los que de verdad toman conciencia de ese regalo que el Señor nos hace dándonos su amor. No importa que uno sea católico, cismático, protestante, musulmán, budista, sintoísta, pagano o ateo, el Señor ama a todos porque todos son creación suya y Dios al igual que el hombre ama los que crea. En el mundo del arte, no hay artista que no esté enamorado de su obra, aunque a los ojos de los demás esta sea un adefesio. Esto es lo que nos pasa a nosotros que muchas veces podemos pensar, ¿pero como es posible que Dios haya amado, o siga amando si es que se han salvados, a hombres nefastos de la humanidad como pueden ser: Nerón, Stalin, o Hitler y otros muchos políticos? Pues si, los amó y si no se han condenado los sigue amando en el cielo. “Cuenta Teresa de Lisieux que sentía una cierta antipatía hacia una persona que tenía el don de desagradarla en todo: me apliqué a hacer por aquella hermana lo que hubiera hecho por la persona más querida. Cada vez que la encontraba rogaba a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y méritos. Conocía que esto agradaba mucho a mi Jesús, pues no hay artista que no le guste recibir alabanzas por su obra y el divino Artista de las almas se complace en que uno no se detenga en el exterior, sino que penetrando hasta en el santuario íntimo que ha elegido por morada, admiremos la belleza de este”.

         Escribía el cardenal Ratzinger: “Todos nosotros existimos porque Dios nos ama. Su amor es el fundamento de nuestra eternidad. Aquel a quien Dios ama no perece jamás”. Solo perece en el infierno, aquel que se ha negado a aceptar el amor de Dios. Todos somos amados de Dios, pero eso sí, unos más que otros, porque una de las características esenciales del amor, que es un bien espiritual generado por Dios, es la reciprocidad. Todos amamos más al que más nos ama. En virtud de este principio de reciprocidad, Dios que a todos nos ama de forma ilimitada, porque Él es absolutamente ilimitado en todo, quiere ser correspondido en el amor que nos tiene y quiere ser amado por nosotros, porque así funciona la reciprocidad.

          Benedicto XVI en su encíclica “Deus caritas est” escribe: “Israel ha cometido adulterio, ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti (Os 11,8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor se enfrenta contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor”.  

           Dios se siente atraído hacia sus criaturas, por lo que hay de Él en ellas, eso es lo que le atrae a Él y por ello está ansioso de encontrar almas en a las que donarles su amor. El busca almas en las que Él se encuentre reflejado a si mismo. Dios se busca en nosotros, porque cuanto más imitemos a Cristo, con más ansia nos buscará Dios. La aridez y la tristeza de nuestro corazón, escribe Thomas Merton, es la del Dios que desconocemos, que no puede encontrarse a si mismo en nosotros porque no nos atrevemos a creer o a confiar en la increíble verdad de que Él, pueda vivir en nosotros y que podamos ser objeto de su predilección. Dios es amor y solo amor (1Jn 4,16) y su drama consiste en que no puede derramar su amor plenamente; en que no puede inundar con su amor el alma humana, a la que ama sin medida. Es por ello que nos busca continuamente, y cuando, encuentra un alma dispuesta a entregarse plenamente a su amor, contempla emocionado el menor progreso de una buena voluntad, de un alma que avanza por el camino nuevo que esa alma, ha encontrado al entregarse al amor del Señor, y  Él se estremece de gozo al ver un tenue rayo de luz en el alma de una mujer o un hombre que le ama y está dispuesta a integrarse en su amor.

           “El amor de Dios a las almas es un fuego de amor que devora, porque dada la infinitud e ilimitud de Dios su amor carece de límites. Es un amor que desea al amado con todas sus fuerzas, pero que es al mismo tiempo, infinitamente respetuoso con él. Si el amor de Dios es devorador, que devora lo que ama. Y nos ama de tal forma que para Jean Lafrance, Dios es el mendigo de nuestro amor, que llama a la puerta de nuestro corazón, se diría que Dios sufre, no porque se sienta frustrado en algo, sino a causa de una plenitud de amor que no llega a derramarse”.

        Dios está ansioso, escribe Henry Nouwen, de encontrar un alma a la que poder decirle “te amo”. Quiero encontrarte. Quiero entrar en comunión contigo. Desde el principio te he llamado por tu nombre. Eres mío y yo soy tuyo. Eres mi amado y en Ti me complazco. Te he formado en las entrañas de la tierra y entretejido en el vientre de tu madre.…. Me conoces como propiedad tuya, y te conozco como propiedad mía. Me perteneces. Yo soy tu padre, tu hermano, tu hermana, tu amante y tu esposo. Hasta tu hijo. Seré todo lo que seas tú. Nada nos separará, somos dos uno.

         El amor por su propia naturaleza tiende a la unión, y cuando es Dios el que ama, la unión que produce su amor es una unión transformante. Así es como nos lo explica San Juan de la Cruz. Con bastante acierto, escriben Francis Nemeck y María Teresa Coombs, sintetiza su teología de la unión transformante con estas palabras: “… El amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios y entonces el alma queda luego esclarecida y transformada en Dios”.

         En esta vida solo es verdaderamente feliz, el que toma conciencia del ansia de amor de Dios a él. Pero para tomar conciencia de este amor que nos desea de esta forma tan tremenda y sentirnos poseídos y amados, de haber adquirido la posesión de este bien espiritual, es necesario recorrer en un camino para al final poder exclamar ya en esta vida lo que exclamó San Pablo: “Vivo yo, más no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mi” (Gal 2,20).  Y si logramos tomar conciencia del amor que Dios nos tiene, si creemos con firmeza en el amor incondicional que Dios nos tiene, ya no necesitaremos estar siempre buscando formas, para que la gente nos admire, y aún menos necesitaremos conseguir de la gente por la fuerza lo que Dios quiere darnos tan abundantemente.

         Mi más cordial saludo lector y el deseo de que Dios te bendiga.

        Otras glosas o libros del autor relacionados con este tema.

          Si se desea acceder a más glosas relacionadas con este tema u otros temas espirituales, existe un archivo Excel con una clasificada alfabética de temas, tratados en cada una de las glosas publicadas. Solicitar el archivo a: juandelcarmelo@gmail.com