Sabemos que Jesús nació en Belén (Cf. Lc. 2, 1-21), marcando un antes y un después en la historia de la humanidad, siendo reconocido y documentado, no solamente por los evangelistas, sino también por historiadores romanos tales como Tito Livio (64 A.C.17 D.C.) y Flavio Josefo (37100). El misterio de la Navidad, nos recuerda que Dios, en la persona del Hijo, acortó las distancias, volviéndose uno de nosotros. Lejos de ser el eterno invisible del que hablan algunos agnósticos y ateos, decidió involucrarse, relacionarse con el mundo, hasta hacerse visible y, a su vez, tomar parte en la vida cotidiana del pueblo de Israel, al grado de mantener un vínculo con una familia, formada por María y José. Quienes afirman que el cristianismo es una religión producto de la imaginación, están pasando por alto un hecho de carácter histórico: el nacimiento de Jesús. Con él, Dios se ha hecho cercano, palpable, accesible y hasta cierto punto razonable, pues el intelecto humano no alcanza a comprender la totalidad del misterio divino, que no por misterioso debe ser tomado como una mentira. Se reveló, dejando claro quién es y qué busca. Jesús no es una leyenda, sino alguien que ha dejado su huella en la línea del tiempo. Anunciado por los profetas y, especialmente, por Juan el Bautista, Cristo se hizo presente, naciendo de la Virgen María. Asumió un rostro humano y, desde ahí, demostró que Dios no está lejos, desconectado de lo que sucede, sino que se vale de las personas y de los acontecimientos para hacer realidad su proyecto.
Jesús, es el Emmanuel, el Dios con nosotros (Cf. Mt. 1, 23), aquel que fue visitado por los reyes magos y los pastores que se pusieron en camino para poder encontrarse cara a cara con el salvador. Ahora bien, no hay que olvidar que el nacimiento de Jesús es una piedra con la que muchos han tropezado –y tropezarán- pues como dice Joseph Ratzinger “Dios es amor. Pero también se puede odiar al amor cuando éste exige salir de uno mismo” (La infancia de Jesús, p. 92). El misterio de la Navidad es contra corriente, incómodo, lejano de lo políticamente correcto. Dios se ha hecho visible y, con ello, la verdad se alza sobre la mentira, tocando los intereses de los que, anclados en las estructuras del pecado, no quieren asumir un camino marcado por la plenitud y, al mismo tiempo, por la exigencia. Jesús nació bajo el signo de la contradicción, antesala de la cruz. Por una parte, rompió con la idea de que el mesías traería consigo una potencia militar que liberaría a Israel de la opresión romana y, por la otra, el que lo anunciaran como rey, desató la locura de Herodes. De ahí que la visibilidad de Dios, a través del niño que nació en la sencillez de una humilde gruta, haya sido desde el principio una llamada de atención, capaz de incomodar a los cómodos. Es un amor que vale la pena vivir, pero que no admite frialdad o medias tintas.
Recordar el nacimiento de Jesús, es reconocer la misión que llevaron a cabo María y José. Cada uno tuvo un aporte original en la historia de la salvación, en el encuentro de lo natural con lo sobrenatural. María recibe el título de “Mater Dei”, Madre de Dios, pues acepta libremente llevarlo en su vientre y, desde ahí, acompañarlo en los momentos claves de su vida, de su paso por el mundo. José, conocido como uno de los justos de las Sagradas Escrituras, se mantuvo dispuesto, abierto en su ardua tarea como esposo de la Virgen y, al mismo tiempo, padre adoptivo de Jesús, a quien le enseñará incluso su oficio como carpintero. María y José, son una pareja basada en el amor a Dios, en la entrega incondicional a favor de la humanidad. Cristo no quiso revelarnos la verdad en solitario, sino que prefirió acompañarse de hombres y mujeres de todos los tiempos, santos y santas dispuestos a cambiar las cosas, viviendo con carácter, alegría, fe y esperanza.
Dios ya no es un extraño, pues su cercanía nos ha permitido entrar en un nuevo diálogo con él. La oración, no es centrarse en uno mismo, sino encontrarse con aquel que vive en nosotros y, al mismo tiempo, nos lanza a hacer realidad el proyecto del Evangelio, el significado de la Navidad a partir de lo cotidiano y sencillo. El nacimiento de Jesús, la aceptación de su palabra, implica un cambio interior, supone abandonarse en las manos de Dios, sabiendo que nunca quedaremos defraudados. En conclusión, la fe no es algo que nosotros pensamos o construimos como un mecanismo de defensa, ya que nos ha sido dada por Jesús, explicada por él. Dios nos visitó, quedándose en la Eucaristía. Por lo tanto, sabiéndonos visitados por Cristo, acompañados por su testimonio, no hay argumento que prevalezca sobre la convicción histórica y espiritual de que Jesús es el camino, la verdad y la vida (Cf. Jn. 14:6).
Bibliografía: