Dos necesidades básicas nos definen: hablar y ser escuchados. Con el
añadido hoy de la tecnología -celulares, redes sociales, blogs, chateo,
etc.- la ecuación queda así: tendencia natural a hablar + tecnología =
sociedad hiperparlante. Supongo que más de alguno habrá ya querido gritar
desde algún punto del planeta: "¡Basta; cállense todos!".
María tiene un secreto para nuestra ruidosa sociedad: su silencio. Ella, la
gran coprotagonista de la Navidad; la que tendría tanto que decir, tanto
que contar, guarda silencio, medita. Según la narración evangélica del
nacimiento de Jesús, en esos momentos María no dijo una sola palabra. Su
silencio fue el mejor modo de acompañar el acontecimiento más grande de la
historia. Ningún sonido, ninguna melodía hubiera estado a la altura del
momento. Por eso, bien se ha dicho, nada es más solemne que el silencio.
Ahora bien, el silencio de María no fue estéril ni superficial. Fue el
espacio fecundo para reflexionar, profundizar y contemplar: "María, por su
parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón" (Lc. 2,
19). Ella entendió por anticipado lo que un psiquiatra español diría siglos
más tarde: en ciertas ocasiones "la palabra es plata y el silencio es oro".
El silencio tiene capas. Hay un silencio "exterior". Importantísimo.
Consiste en saber "apagar" los estímulos sensoriales. Cuánto bien nos haría
a todos tener al menos 30 minutos de este silencio al día. No siempre es
posible. Pero habría que saber encontrar algún remanso así a lo largo del
día. Los silencios más profundos son los de la memoria, para evitar malos
recuerdos y purificar el pasado; los de la imaginación, para no anticipar
desgracias; los de la susceptibilidad, para no "atar demasiados cabos" y
sentirnos víctimas de todo mundo, etc., etc. Adquirir la disciplina del
silencio no es fácil, pero el fruto bien vale la pena. El silencio es, en
cualquier caso, un guardián del alma.
El secreto del pueblo judío: la esperanza
Nuestra sociedad tiende al pesimismo. No sin razón. Basta hojear cualquier
periódico para lamentar lo mal que están las cosas. Y así, a fuerza de
tragedias y decepciones, han bajado mucho nuestras reservas de optimismo.
En el fondo, hemos perdido esperanza. Y tal vez por eso nos hemos vuelto
más superficiales. La superficialidad es la enfermedad de los que no
esperan nada. De los que viven en un mundo sin profundidad, sin relieve,
sin montañas que conquistar ni misterios que penetrar. J.P. Sartre
escribió: "La vida es una derrota, nadie sale victorioso, todo el mundo
resulta vencido; todo ha ocurrido para mal siempre y la mayor locura del
mundo es la esperanza". Pues precisamente, esa locura del mundo, la
esperanza, fue por siglos el gran secreto del mundo antes de Cristo; el que
lo puso en una sana tensión, en una espera de Dios que no fue defraudada.
Cuando esperamos algo nos polarizamos, nos cargamos de ilusión. La
esperanza mete un centro de gravedad en nuestra vida, y así nos saca de la
superficialidad. La espera de Cristo ha sido la más grande que el mundo ha
tenido y tiene, pues ahora esperamos su segunda venida. La Navidad nos lo
recuerda cada año. S. Grygiel definió la esperanza como la memoria del
futuro. Conviene recordar siempre que lo mejor está por venir; que Cristo
está por venir. Es el núcleo del mensaje del Adviento litúrgico.
El optimismo cristiano no es una vana ilusión; es una educación del alma.
El optimista es quien ha sabido educar su mirada para descubrir lo positivo
que se asoma a su alrededor. Y si la crónica del mundo no camina por donde
quisiéramos, no es más que una invitación a mirar más alto. Después de
todo, como diría Lacordaire, la adversidad descubre al alma luces que la
prosperidad no llega a percibir.
Villancico Adestes Fideles:
www.youtube.com/watch
Fuente: www.aortega.org/