Sí, la Navidad, a pesar de los ruidos y colorines, tiene sus secretos que va desvelando a los que se paran un poco a contemplar el Misterio. La Navidad es infinitamente más que los dulces y los regalos, que el ajetreó y las nostalgias. La Navidad es un libro advierto, un libro de imágenes que nos hablan, y nos susurran sus secretos a los oídos del alma; secretos que llegan a lo más profundo del hombre que, con calma, se dispone a escuchar.

 

 El secreto de José: la providencia

Nuestra sociedad se ha vuelto demasiado racional. El concepto viene del
latín "reor, ratum", que significa calcular. En otras palabras, hemos
aprendido a ser calculadores. Ponderamos demasiado ciertas decisiones que
podrían ser más diligentes y valientes si no miráramos tanto su precio en
sacrificio o generosidad. En el fondo, además de mezquindad, el ser
calculadores supone poca confianza en Dios. Lo prevemos y lo programamos
todo para no poner en riesgo nuestra comodidad o conveniencia.

También José habrá hecho sus cálculos y previsiones. "Será Hijo del
Altísimo", le dijo María. Y Él concluyó en su imaginación: "Nacerá en un
palacio, con los mejores médicos. Viviremos con él en Jerusalén, la
capital. Nos darán como casa el Templo de Salomón. Y vendrán reyes y reinas
de todas partes a visitarnos. Ya no tendré que trabajar de carpintero".


Pero, ¡qué realidad tan distinta! Un inesperado censo en Belén, el
nacimiento en una cueva y la huida a Egipto dieron al traste con sus
ilusiones. Y después el regreso a Nazaret y una larga estancia ahí, sin
pena ni gloria, para terminar muriendo carpintero. La Navidad es una
profunda lección sobre la providencia de Dios, que lleva muchas veces
nuestra vida muy al margen de nuestros cálculos y previsiones.



Confiar en la providencia es la actitud más realista. Nadie tiene el
control total de su destino personal, matrimonial, familiar, profesional,
etc. No lo tuvo José; menos lo tendremos nosotros. Y es mejor que así sea.
La apertura a la providencia divina nos ubica en nuestra realidad de
creaturas de un Dios que ve y actúa más allá de las circunstancias
prósperas y adversas, llevando siempre las cosas en el modo que más nos
conviene. Fue el caso de José; y puede ser también el nuestro si
aprendemos, como él, a confiar en la Providencia.

 El secreto de los ángeles: la espiritualidad

Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más física. No en el sentido
científico, sino corporal. Está obsesionada por el fitness, por la "buena
forma". Los gimnasios están cerca de llegar a ser el negocio del siglo.
Ahora bien, cultivar el cuerpo no tiene nada de malo. El cuerpo es una
dimensión esencial de nuestro ser. Como dijo el filósofo Gabriel Marcel,
propiamente no tenemos un cuerpo; somos nuestro cuerpo.
Posee, por tanto, una altísima dignidad, y merece todo cuidado y atención.
Cada uno es responsable del cuerpo que Dios le dio a modo de talento para
dar fruto en esta vida. Baste pensar que todos nuestros actos, los
ordinarios y los sublimes, entran en escena a través de nuestra
corporeidad; incluso el pensar y el amar.

Pero una cosa es cultivar el cuerpo y otra muy diferente es dar culto al
cuerpo. El cuerpo nunca ha de ser idolatrado. Porque nadie debe idolatrarse
a sí mismo. Hoy cabría hablar de un cierto narcisismo corporal. Narcisismo
condenado de raíz, como en el caso de la fábula, a una profunda
frustración. El tiempo pasa y deja su indeleble huella de desgaste y
debilitamiento sobre el cuerpo, por más que uno se afane en conservarlo
intacto. Ninguna cirugía, ningún procedimiento, ninguna técnica -por mucho
avance que haya en la materia- es capaz de evitar el envejecimiento. Y
quienes van más allá de lo razonable en este campo, en lugar de envejecer
con naturalidad -que es la manera "bella" de envejecer- envejecen como
monstruos.

Contra esta tendencia "idolátrica" del cuerpo, los ángeles de la Navidad
nos revelan su secreto: el de la espiritualidad. Ellos, que son espíritus
puros, nos enseñan a valorar y a gozar la vida espiritual. A buscar no sólo
una buena "condición física"; también espiritual. Después de todo, el
espíritu nunca envejece. "Cada uno tiene la edad de su corazón", solía
repetir el beato Juan Pablo II. Y tal vez por eso, a pesar de los achaques
de su vejez corporal, mantuvo siempre un espíritu joven. Basta ver con qué
facilidad conectaba con los jóvenes en las Jornadas Mundiales que él mismo
protagonizaba.

A veces podemos sentir que la vida espiritual es aburrida, monótona. El
canto de los ángeles en Navidad nos recuerda que la vida espiritual es
siempre bella, emocionante minuto a minuto, cualquiera que sea la condición
del cuerpo. No está mal cultivar la buena forma, cuidar la salud del
cuerpo. Pero también -y con mayor razón- hay que cultivar el alma. Después
de todo, como dice una antigua frase latina, "los rasgos del alma siempre
serán más bellos que los del cuerpo".

www.youtube.com/watch

Fuente:  http://www.aortega.org/