Son las siete de la mañana. El sonido de sigilosas pisadas despierta a Antonia. Van bajando la escalera, hasta pasada la entrada. Ella se da cuenta, pero no se levanta. Le gusta hacerlo después, como cada mañana, cuando escucha apoyada en la almohada las voces de las hermanas, que llegan atravesando la casa, desde la capilla hasta su cama, como una canción de cuna que la eleva el alma.
Mientras, Antonia y sus compañeras de habitación empiezan la charla. Unos minutos después, el olor del café y las tostadas inunda toda la casa. Las hermanas han terminado de rezar y, ofreciendo su día, como si fuese el último de su vida, en el altar de la Santa Misa, empiezan unas a cocinar, otras a levantar y bañar a los abuelos residentes, y las demás a limpiar y poner orden. La casa cobra en pocos minutos tanta vida que cualquiera dudaría que sus habitantes no son más que monjas y abuelos.
Las chicas trabajan dispuestas. Hay que limpiar, curar, trabajar la rehabilitación de los músculos maltrechos y de esos huesos oxidados por los años. En esta tarea trabaja, por ejemplo, Inmaculada. Ella es enfermera. También estudió Fisioterapia, y Terapia Ocupacional. Antes de venirse a vivir a esta casa, dieciséis años atrás, había hecho Filología Inglesa en la Autónoma. Ya tenía su trabajo, su dinero, sus novios, su independencia. Como se dice, la vida montada. Pero mira tú por donde que todo lo que hay en el mundo, y las inmensas posibilidades que le ofrecían su juventud y su currículum, se quedaron en nada. Fue una tarde en la que subió por curiosidad a un prado de vacas situado en El Escorial, del que contaban nada menos que la Virgen María se aparecía en él.
Tras esa visita su vida cambió. Ella no vio nada. Lo sintió. “Lo que más recuerdo de aquello es una paz desconocida, algo que dices: pero bueno, ¿qué es esto? ¿Por qué se nota esto aquí que no se nota en ningún sitio?”.
Aquella tarde, en el lugar conocido como Prado Nuevo, una multitud de gente estaba congregada en torno a un fresno viejo y deshojado, donde según una aldeana, madre de familia y ama de casa, desde casi quince años antes, el primer sábado de cada mes, descansaba otra mujer de una extraordinaria belleza, cubierta con una capa oscura, a la que a menudo se le escapaban sus lágrimas. La primera de ellas se llamaba Amparo. El nombre de la segunda, María.
Inmaculada no vio nada aquella su primera visita, ni si quiera sabía rezar el rosario. No lo había hecho nunca, pero relacionó en seguida la paz que allí sintió con aquella oración continuada. Inmaculada quiso más, comenzó a frecuentar Prado Nuevo, y al poco tiempo conoció a las mujeres con las que comparte ahora vida y vocación: las Hermanas Reparadoras de Nuestra Señora de los Dolores. Son las que despiertan a Antonia cada mañana con sus oraciones y sus tostadas.
Resulta que de aquellas supuestas apariciones, surgieron una serie de iniciativas en torno a Amparo, fruto de la cuales son estas hermanas. Y no, no son una secta, como tan generosamente se dice de ellas. Ni tampoco una banda las tiene secuestradas. Están ahí, dicho en plata, porque se han sentido llamadas y porque les ha dado la gana decir que sí. Porque su vocación es ser monjas y porque su vida es servir a Cristo en esos ancianos, muchos de ellos solos y abandonados.
La ‘secta’ de El Escorial, la de Amparo la vidente, es en realidad una Asociación Pública de Fieles de la Iglesia Católica, reconocida como tal por el que fuera Cardenal y Arzobispo de Madrid, don Ángel Suquía, en 1994. De ella tiene pleno conocimiento su sucesor, Antonio María Rouco Varela, y de hecho, este mismo año ha dado permiso para construir en el Prado la capilla que pidió la Virgen María. También este año ha ordenado diáconos a dos seminaristas cuyas vocaciones han nacido en el mismo prado que la vocación de Inmaculada. En concreto, de la rama vocacional masculina de la Asociación fundada por Amparo. Es el caso de Raúl, un joven de 32 años, al que lo que más le duele es cómo los tratan: “Sobre todo los últimos cinco años. Se nos ha dicho de todo, se nos ha perseguido, incluso se nos ha llevado a los tribunales acusados de secuestros y estafa”. Pero son inocentes. Así lo dijo el juzgado número 4 de San Lorenzo de El Escorial en auto de 2008. Amparo, la fallecida vidente de El Escorial entonces todavía viva, “no estafa, no coacciona y no secuestra”.
A la noche, Antonia se acuesta con calma. Ha estado perfectamente atendida y cuidada. El secreto de hacer un trabajo tan bueno, lo cuenta Inmaculada: “En los abuelos vemos a Cristo. Ellos nos dan todo. Valen tanto para nosotras como nuestra propia salvación. Son mi vida, mi vocación”.
Cuando Antonia se ha dormido sabe que abajo, en la capilla, las hermanas rezan Completas antes de irse a la cama. Rezan por los ancianos, por los que están más necesitados, por todos los miembros de la Iglesia, y para que se conozca que ellas no son más que un grupo de mujeres consagradas, con votos privados, aceptadas y reconocidas en el seno de la misma Iglesia.
La Iglesia ha aceptado como válidas las iniciativas surgidas de la inspiración de Amparo Cuevas. Eso no quiere decir que la Iglesia reconozca, de momento, la aparición de la Virgen María. Son etapas diferentes. La primera ha sido el reconocimiento de los frutos; la que se refiere a las revelaciones está en estudio.
Las fundaciones de Luz Amparo constan de una Asociación de Fieles y de una Fundación Pía, reconocidas por la Iglesia, además de una Fundación Benéfica, por el Ministerio de Asuntos Sociales.
A la Asociación pertenecen cien Hermanas Reparadoras, diez sacerdotes, dos diáconos, siete seminaristas y más de treinta familias.
Más información en: www.pradonuevo.es