Uno de los males de nuestra sociedad es el vacío de valores.
Si no hay ideales, no queremos compromisos perdurables.
Por eso muchos no quieren casarse por la Iglesia que exige un compromiso hasta la muerte.
Prefieren dejar la puerta abierta para salirse cuando les apetezca.
Para ellos el matrimonio es como las cosas de “usar y tirar”.
No es extraño que muchos de esos matrimonios fracasen.
Quien se casa para toda la vida sabe que en el matrimonio hay días de sol y otros de nubarrones.
Pero se aguantan los nubarrones hasta que salga el sol.
Si consideramos el matrimonio como un valor, luchamos por él.
Lo que consideramos un valor nos sacrificamos por tenerlo.
Es lo que dice Jesucristo del que encontró un tesoro enterrado, que vendió lo que tenía para comprar aquel campo.
A mí me ha impresionado que además de los más de quinientos mártires de nuestra guerra del 36 que han subido a los altares, dicen los historiadores que no consta ninguna apostasía de ninguno de los que fueron asesinados por su fe, a pesar de que se les intimidaba para que blasfemaran.
Para ellos la fe valía más que la vida.
Quizás podamos pensar que nosotros no tendríamos ese valor.
Pero como dice Monseñor Munilla, en una anécdota de su niñez, no debemos jugar a mártires, como él cuando se quemaba el dedo con una cerilla.
Si llega ese momento Dios nos da la gracia necesaria.
Pero esa gracia no la tenemos en otro momento.
Es curioso que las santas Perpetua y Felícitas, que se asustarían de un ratón, como todas la chiquillas, después fueron cantando a ser devorados por los leones.
Y la niña Santa Inés que no hubiera soportado hacerse un corte con un cuchillo, fue alegre y contenta a su martirio.
Por eso dice San Agustín: “Señor, dame gracia para lo que me pides, y pídeme lo que quieras”.
Y la bonita oración de San Josemaría Escrivá: “Señor, quiero lo que quieres, lo quiero porque lo quieres, lo quiero como lo quieras y lo quiero cuando lo quieras”.
JORGE LORING, S.I.
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