Todos, en algún punto del camino, descubrimos que no somos autosuficientes y que, por ende, necesitamos que alguien nos ayude a salir de la tristeza, del desaliento o del estrés acumulado por alguna mala noticia que hayamos recibido, pues aunque nos hagamos los fuertes, hay circunstancias que nos duelen, que terminan nublando nuestro panorama. Es ahí cuando buscamos apoyo. Pues bien, San Juan Diego (14741548), ante la enfermedad de su tío, encontró fuerza y consuelo en la persona de la Santísima Virgen María, bajo la advocación de Guadalupe, quien al verlo tan angustiado y desanimado, lo confortó, diciéndole: “¿no estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra?, ¿por qué te preocupas?”. Palabras llenas de cercanía, amabilidad y cariño para con el hijo que se encontraba pasando por un mal momento.
En María, encontramos a la madre que el Padre Dios ha querido regalarnos como amiga, compañera e intercesora. La Virgen del Tepeyac, ante la sensibilidad del pueblo indígena, nos deja entrever el sentido maternal con el que nos mira, acompaña y orienta en medio de los desafíos del camino, de nuestra historia personal. No busca -como aseguran algunas sectas- acaparar la atención, sino llevarnos a Jesús. Recordemos sus palabras en las bodas de Caná: “hagan lo que él les diga” (Jn. 2, 5). María de Guadalupe hizo la voluntad de Dios, uniendo a dos culturas que se encontraban separadas por barreras, especialmente, geográficas, religiosas y lingüísticas. Ella, a través del milagro de las rosas, reflejó la fe católica que traían los frailes españoles y, en cuanto a la imagen, asumió la tez morena de los indígenas, quiso identificarse con ellos, que la sintieran más cerca. Se hizo presente en un contexto difícil, marcado por el dolor y la violencia, consolando a todos los hombres y mujeres involucrados. Tanto del viejo como del nuevo continente.
“¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”, es una frase sincera y elocuente, sobre todo, tomando en cuenta la realidad actual. Por ejemplo, la desintegración familiar, la falta de empleo, los desahucios, etcétera. En medio de las dificultades propias de nuestro tiempo, María nos invita a confiar en Dios, pero viviendo una confianza constructiva. Dicho de otra manera, no esperar que las cosas se resuelvan por arte de magia, sino ser parte activa de las mejoras que la sociedad necesita. En el dolor y en el desconcierto, las palabras de María de Guadalupe al indio Juan Diego, nos llaman a la esperanza, al optimismo. Desde el Tepeyac, suena una voz a favor de la fe que se hace vida y es que la crisis actual tiene mucho que ver con la falta de conciencia que nos aqueja. La Virgen de Guadalupe, forjó una nueva cultura a través de su presencia en medio de los españoles y de los indígenas. Lo anterior, tiene que lanzarnos a una nueva etapa de reconstrucción. Con María, podemos renovarnos y crecer en la certeza de un futuro mejor a partir de lo que hagamos ahora. Es preciso aprovechar el momento presente, reconociendo la voz de Dios en las personas y en los acontecimientos. Al igual que ella, aceptar el reto de nuestra vocación y misión.